Cosa que afirmo porque, a penas, nos llegó su apodo: Vivo. Que de niño interpreté como el ser parte de lo que hace vida en el planeta. Pero que me tomó gran tiempo asociar esa palabra con el concepto de avivado, habilidoso, despierto ó chivo. Y fue que él encajó con unos tíos maternos que temprano perdieron al único varón de su limitada prole.

Que, aunque la hembra fue un trueno para trabajar, dado el estilo de laborar del campesino, Vivo, logró hacerse imprescindible en su rancho(el de sus tíos) del pueblo. Y les vendió a ellos su temprana calentura sexual como parte de la gracia masculina. Sin embargo, a mi me contaron dos anécdotas suyas muy lejos de eso; y me las relataron para mostrarme la rápida obediencia de sus extremidades, para con las órdenes del cerebro.

Y fue una oscura noche de mi infancia, pasada la oración y la cena, que mi bisabuela(la mujer qué crió a Vivo) me contó qué lo envió al Aguacate(un paraje de la región) a buscar tres marranos qué había ella comprado en la barriga de la mama. Pero antes debo aclarar que esas diligencias sé hacían a pies. ¡Andando por los tríllos qué en la niñez me robaron el alma! Y mi abuelo(Vivo) pasaba por el percance de tener que alinear con el estrecho sendero a los tres puercos simultáneamente. Cosa qué la individualidad de los animales desordenaba constantemente. Y él, cansado de bregar, tomó la siguiente decisión: usar sólo una soga para los tres. Anudando las dos patas traseras de cada lechón a un espacio inferior al óvalo de su torso. Entonces lió el otro extremo a su cuello.

Y en medio de aquel ahorcamiento y bajo el desafinado concierto de aquellos marranos, entró asustando a los presentes por el portón del bohío de mi bisabuela en el barrio de ‘pueblo nuevo’.

La otra la contaré luego.