Toda acción es motivada. En todo comportamiento
humano, sin excepción, hay una causa subyacente
que lo origina. Aun en aquellas conductas tipo “¡lo
hago porque me da la gana!”, explícitamente se está
evidenciando el motor que pone en marcha tal
actuación.
Cuando la acción se vuelve repetitiva e incoercible, se
roza lo enfermizo. Por ejemplo, si una persona,
sistemáticamente se dedica a insultar, a ridiculizar, a
rebajar el mérito de nuestro trabajo, colocándose en
una cómoda posición de inquisidor, de experto, de
especialista en un amplio abanico de experticias,
habría que considerar a dicha persona digna de
lástima, pues el interruptor de tal conducta está
férreamente enquistado en su historia personal.
Historia en el cien por ciento de los casos, dolorosa,
castrante, triste y desgarrada.
La respuesta idónea ante la provocación de dichas
personas no consiste en ponerse a litigar, o en tratar
de justificar la validez de nuestro aporte y lo
equivocado de su evaluación, porque eso es
precisamente lo que el maltratador busca, hacernos
sentir mal, colocarnos en la gradita inferior en donde
tengamos que levantar la mirada para vislumbrar el
resplandor de su competencia. No es esa, repito la
reacción correcta, sino simplemente pasar de largo,
como lo hacemos ignorando al perrito que nos ladra
desde un balcón. Si no nos ladrara estaría
traicionando su propia esencia. |