Confecciones sobre ruedas.
Hasta los años ochenta, la cantidad de taxis circulando por las calles era mínima. No era cómo en las películas que apenas sales a la calle, levantas la mano y lo tienes estacionado frente a ti. Eran escasos lo que hacía atractivo vivir de sus ingresos. Conducir un taxi no solo era considerado un trabajo elegante, sino que también te permitía entablar conversaciones con los pasajeros. Yo conocía el rubro porque algunos familiares se dedicaban a eso y comentaban los pormenores de ese oficio.
En esa época, yo estaba en busca de ingresos. Como estudiante universitario con un horario intenso, necesitaba un trabajo que solo me ocupara unas pocas horas al día. Pensé en trabajar en la biblioteca, ordenando libros, o ser ayudante de alguna cátedra pero debía caerle bien al profesor. En ambos caso el pago por hora era miserable. Así que, sin experiencia previa, me encontré manejando un taxi. El único requisito era tener la licencia clase A, que obtuve sin dificultad.
Cuando tomaba un pasajero y me daba la dirección de destino que sin duda al principio desconocía, yo le decía
- ¿Por dónde nos vamos? Ud. me indica.
Y así fui conociendo Santiago.
Decidí trabajar al atardecer para acomodar mis horarios de estudio. Me dirigía a sectores de oficinas y rápidamente conseguía algún pasajero que regresaba a casa. A veces, si era una dama, pasábamos primero por el supermercado. La acompañaba y luego, al llegar a su hogar, si estaba sola, la ayudaba a descargar las compras. Me pedían que dejara las conservas en el mueble de la cocina, los jabones y pasta de dientes en el baño, y los perfumes en su dormitorio. Así era Chile en esos años… o tal vez yo irradiaba confianza.
Con el tiempo, mi taxi se convirtió en un confesionario. Los pasajeros compartían conmigo sus problemas, sus complicaciones y también sus tormentos. Yo, atrevidamente, les ofrecía consejos. Era común que una joven me pidiera seguir a su pareja, sospechando de una infidelidad. Y en otras ocasiones, era la pasajera quien engañaba y me contrataba que los jueves la recogiera para llevarla a casa, fingiendo que venía del trabajo. A veces martes y jueves.
Una noche, una joven monja abordó mi taxi. Le ayudé a cargar sus bolsos y nos dirigimos al convento donde continuaría su vida de encierro, como ella misma lo describió. Se sentó en el centro del asiento trasero, y mientras conversábamos, nuestras miradas se cruzaban a través del espejo retrovisor.
- ¿Por qué eres monja? Si eres joven y bella
- Todavía no soy monja, soy hermana religiosa. Además, hay varias hermanas que son jóvenes —respondió
- ¿Y algunas bellas?
- Si, algunas. No todas. – Risas.
- ¿Y tú quieres ser monja?
- Si, monja de clausura.
Hablaba recalcando las S. Seguramente imitando alguna madre superiora.
- ¿Y vas a renunciar a todo?
- En el convento tengo todo lo que necesito.
Nos reímos un poco mientras comenzó a hablar de su vida cotidiana en el convento, como si fuera un discurso aprendido. Pero yo tenía otra pregunta en mente, una que no podía dejar de hacer, pues ya estábamos cerca de su destino. Debía apresurarme.
- ¿Pero renuncias a tener pareja, a tener hijos? —pregunté, interrumpiéndola.
- Lo tengo claro desde niña. Estudié en un colegio de monjas y sé exactamente lo que quiero. Estamos en otro nivel espiritual. No hablamos de política, no vemos televisión...
- Y el deseo, ¿cómo lo manejas? - La interrumpí de nuevo.
Ella sonrió y, mirándome con paciencia, respondió:
- Sabía que me ibas a preguntar eso. Pero no te voy a contestar.
- ¿Por qué no? Imagino que eso es lo primero que deben resolver.
- Insisto, no te voy a responder. – Mostrándose molesta.
- Es injusto. Tú sabes como yo freno mis deseos. ¿Porque no me cuentas como lo haces tú?
- …
- Ha, entiendo, es un tema íntimo. O sea las monjitas tienen intimidad.
- …
Ya no me miraba por el espejo. Miraba hacia la calle. No me iba a quedar así. Quería tener la primicia de primera fuente.
- ¿No me puedes dar una pista? ¿Cómo lo haces para apagar el deseo?
- …
El resto del trayecto fue en silencio. Al llegar al convento, me indicó con gestos la reja lateral donde debía detenerme.
Me pagó y descendimos. Ella se acercó a la imponente entrada y tocó un estridente timbre. Yo bajé los bultos del portamaletas y los coloqué en la acera. Una novicia, aún más joven, salió a recibirla, y ambas se abrazaron con calidez. La recepcionista tomó los bulto y se quedó en la entrada esperando. Me subí al auto, puse el motor en marcha y con el vidrio abajo esperé que se entrara. Ella permanecía imponente en la vereda mirándome con sus manos bajo el velo. Parecía la imagen de un santito. Después de largos segundos y dando pasos solemnes se acercó hacia mi ventanilla. Se inclinó un poco, como hablando en secreto, quizás confesándose, me aclaró:
- Tengo mis métodos. Buenas noches. Dios lo bendiga.
Y con un fuerte estruendo, la reja se cerró tras ella.
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