Ni bien se despertó no se dio cuenta: el perro del vecino ladraba y lo primero que hizo fue ir hasta la cocina y pegarle el grito: Pegro de miejda, cállate. Esa no era su voz ni por asomo. Se dio la vuelta con una velocidad inaudita y oteó la cocina. No había nadie más. Probó otra vez en voz baja: Pegro de miejda, pegro de miejda, ciegra, ábere; no hubo caso, la erre no le andaba. Se llevó una mano al pecho en estado de shock que no hizo más que empeorar cuando la miró bien: grande, blanca, manchada de tabaco. De los nervios se le empezó a llenar la boca de saliva y sintió un gusto a cigarro muerto a pesar de que hacía más de diez años que no fumaba. Se sentó en el piso helado con una sensación de mareo que amenazaba con la inconciencia. Se recompuso a fuerza de ejercicios de respiración aunque el susto le seguía y no se animaba a mirarse otra cosa. Qué le pasaba. Dejó los ojos fijos en unos pies que ni siquiera adoptó como suyos cuando los dedos le obedecieron y empezaron a moverse al final de las piernas kilométricas y lampiñas. En un impulso se tocó la cara y cuando sintió la barba se paralizó. Entonces escuchó ruidos en la pieza, pegó un salto y se metió corriendo al baño. Le puso llave y se sentó en el inodoro. Una voz le preguntó si estaba bien y contestó con un “sí” amortiguado tratando de camuflar su nuevo tono. Escuchó que se llenaba la pava y el mate salía del mueble. Después de un rato se paró y se acercó al espejo. De refilón vio un pelo negro, algo largo, despeinado, y un ojo verde. Se dijo que no, que era imposible. Para corroborarlo se asomó del todo y una mirada separada bajo unas cejas tupidas le confirmó que los juegos, que tanto le gustaban leer, se habían hecho realidad. Y a partir de ahí una tras otra se fueron sumando memorias de París, la escuela Normal de Chivilcoy, la casa tomada junto a un patio de rayuelas y con un ramalazo de tristeza la bella Carol que se despedía para siempre. Llamaron desde la cocina porque el mate se estaba enfriando y las tostadas también. De pura curiosidad quiso mirarse la entrepierna pero le pareció irrespetuoso. Salió como pudo del baño y fue hasta la pieza a vestirse, a ver si encontraba algo acorde a su nuevo-viejo cuerpo. La cama estaba sin hacer con las sábanas apretujadas en un costado y una de las almohadas volcada del lado izquierdo. Ya no iba a caber allí. Se acercó a la ventana y miró el vecindario. Extrañó París y le dieron ganas de fumar. Desde la cocina volvieron a gritar y recordó que debía vestirse. Rebuscó entre las sábanas, pero solo encontró el vestido de la noche anterior.
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