«Aquí viene el Sol. ¡Qué belleza!», exclamó Sasha con un tono que sabía a despedida, mientras hablábamos junto a la vera del camino que llevaba hacia el campamento militar. Una brigada del Escuadrón de Volantes, que corría haciendo ejercicios de control, se cuadró ante ella, y nos interrumpió. Los soldados la saludaron con gran vigor varonil, «Buenos días, mi capitana», y se alejaron, dejando tras de sí una hilera de pisadas hondas sobre la tierra helada. Su respiración, hosca por el peso de sus trajes robóticos que llamaban «Ukrobots», podía escucharse a través de sus cascos metálicos, duros y anchos como astas de ciervo. Tenían por escudo la cara de un cyborg cruzada por una brillante espada.
«Confía en mí, Pedro», añadió, bajando el antebrazo. Lo dijo echándome una mirada picaresca que me fulminaba a rayos con el color cerúleo de sus ojos melancólicos, atrapándome con su reflejo límpido que siempre me obligaba a amarla y perdonarla de nuevo. Aún conservaba el garbo de su segunda juventud.
«¡Anímate! ¡Qué no te prenda la mala hora con la frente arrugada, querido!», siguió, bromeando; su español tenía un leve acento eslavo que le prestaba cierta musicalidad. «No estés triste, cariño. Acuérdate de que estaré ocupándome de ti y de Ekaterina. Mira...», repuso; me haló hacia un ángulo de la periferia, hasta que me puso de frente a su Ukrobot: «Le he pedido al camarada Sokolov que me adapte un pequeño dispositivo -un punto de acceso portátil-, que enrutará los datos de mi móvil a una conexión satelital. ¿Qué piensas? Espero que funcione. Le he dicho que lo instale justo encima de mi cabeza. Estaré conectada. Así que, por favor, no cuelgues si te llegara a sonar el teléfono con número desconocido».
Me dio un beso en la mejilla y posó su mano derecha en mi corazón. «Aquí, para la eternidad», pumpuneó con la delicadeza de sus movimientos femeninos. Pude oler su aroma fresco, aunque ferroso, que encajaba con su porte frágil, pero recio de espíritu. Me quedé con su rostro perdiéndose en un manojo de cabello rubio que una repentina ráfaga de viento sacudía heroicamente, y del que emergía una nariz sobresaliente que me enamoraba.
Así la guardaré en mis memorias, incluso después de enterarme que nunca fui dueño de su amor. Vestía un negro y ajustado uniforme de cuello alto y hombreras salientes que se arremolinaba en el zócalo de unas botas impolutas. Cargaba en el hombro una pesada ametralladora M2 de calibre cincuenta y la ceñía un tahalí atestado de granadas que sujetaba el puño de dos espadas colocadas atrás de su espalda flaca. Además, le colgaban dos propulsores que la empujaban con violencia a través de los aires con la ayuda de unos cables metálicos que volvían para anillársele en las caderas.
Recostado sobre la pared, mirando de reojo, busqué una reserva que me ayudara a detener aquella partida cruel; sin imaginármelo, descubrí que Sasha había acertado con lo de la mañana hermosa, aunque terrorífica. La bruma suave que asolaba el campamento se había esfumado, y de entre los árboles de fresno y la quebrada que se abre paso por el peñón que apunta a la ciudad de Lysychansk, unos rayos dorados restallaban contra la cúpula, iluminando su gran domo.
Se manifestaba, para mi horror, una visión atroz. Esta luminosidad sobre los campos cuadriculados de trigo que se extendían sobre la planicie llana y verde de los bajos del valle, en realidad era una masiva cantidad de explosiones que subían al cielo en forma de hongo y que devastaban a los pueblos circunvecinos. En el centro de esa gran superficie, yacía un Orlok gigantesco, de unos cincuenta metros de altura, que se había transformado en una infinita lanzadera de misiles y resultaba ser el origen de tan tremendo caos. Lo rodeaban cientos de puntitos móviles que, como insectos microscópicos, saltaban y huían de él, sin que pudieran asestarle ningún daño.
El grito de un sargento que pasaba revista a sus tropas afianzó más esa imagen tétrica y demoledora:
«Soldados: Hoy es el día en que se consagrarán como héroes. El enemigo ataca a nuestras ciudades. ¡Izium ha caído, Kakhovka ha caído, Enerhodar ha caído! Una a una, caen como piezas de un engranaje ya disuelto. ¡Ahí lo tienen al gran titán, al “Dragón Negro” de Tatarenko, que, con su fuego abrumador, ha infligido más dolor y terror que el mismísimo diablo!”
»Es nuestro deber intrínseco el defender nuestra tierra. Por lo que saldremos a la batalla con la certidumbre de que en su gran fortaleza reside su mayor debilidad. El Dragón de Tatarenko es extremadamente lento, y podrán atacarlo hasta lo exhaustivo, auxiliándose del mejor equipo robótico del continente: los Ukrobots irrompibles, que cuentan con artillería pesada y propulsores aéreos optimizados; sobre todo, recuerden que cargan en sus manos las mejores espadas “corta-cabezas de hierro”...».
Después de este discurso instructivo, la soldadesca dejó escapar una porra entusiasta. «Dura es la vida del soldado», pensé, «aunque inútil. Perecerán todos, sin que la gloria haya significado nada para ellos y para cualquier otro. Estoy más que seguro de que ni siquiera la entienden». Me preocupaba por el futuro de Sasha y su próximo sacrificio (igualmente inútil), y por el hecho triste de que mi corazón estaba roto. En cambio, su rostro, forzado por las circunstancias, parecía llenarse de optimismo con la salida de aquel amanecer luciferino, como si hubiese encontrado una milagrosa luz al final del túnel. Molesto como me encontraba, veía en su figura, en lo profundo de su aura fingida, como un espíritu terco y con belfo encorvado le bebía el prurito de su alma. «Se ha quedado vacía. El dolor no le ha dejado nada».
«Para, por favor», le supliqué, sabiendo a ciencia cierta lo que le esperaba. «No te vayas. Sé que no volveremos a vernos».
Sasha dejó atrás su ánimo jocoso después de escuchar mis palabras. Se mantuvo tan inamovible y tan silenciosa, que si yo hubiese tenido un pincel mágico en la mano, su perfil habría quedado inmortalizado en el albar de un lienzo etéreo. Reposaba allí, suave como una guerrera sobre el farallón de una fuente sideral, dentro de mi triste alegoría, en la que el Destino es un monolito que contiene en sí mismo un espacio y tiempo predeterminados. Pensé que por mucho que yo hiciese y le rogase, incluso si me esforzase hasta lo imposible, no lograría cambiar el número de resultados de lo que ya estaba decidido desde la primera Gran Explosión. No estábamos destinados a amarnos nunca. Me hallaba en ese cruce paradójico en el que uno sabe que quejarse de su desventura no le servirá de nada.
«Todo lo que necesitas es…», dije, incapaz de acabar la frase.
Me detuve porque, del desencanto, no sabía cómo terminarla, si bien hubiese querido decirla para que supiese cuánto la amaba. Me dio vergüenza de verme como un afeminado ante una presencia tan marcial como la suya; aparte, sabía que no me escucharía si le hablaba de cosas como el de recobrar la cordura para el bienestar de los suyos o el de mostrar piedad hacia sus oponentes. Le parecerían frívolas y fuera de contexto. Su mente estaba envuelta en la imperiosa necesidad de reparar su deshonra, en devolver golpe por golpe, ojo por ojo y diente por diente. En ese sentido, la entendía como ser humano. Pero me importunaba que no me lo dijese con sus propios labios, sino que lo escondiese en una pantalla de piedad simulada hacia mí. Intercambié mis palabras en el último tramo:
«No necesitas nada de esto. Absolutamente nada. Vuelve conmigo. Busquemos el perdón y lloremos juntos a nuestros muertos en casa de la abuela. Por favor, olvídate ya de este conflicto, y no derrames más sangre en este macabro espectáculo de avaricia montado por los señores de la guerra para hacer más dinero. Tú sabes perfectamente que, más temprano que tarde, se sentarán a comer y beber en la misma mesa, calculando sus ganancias entre besos y canciones de alegría.
»Para cuando eso ocurra y puedas ver más allá de la punta de tu espada, llegará el momento en el que te preguntarás: ¿De qué ha servido esta carnicería? ¡Qué papel he jugado yo en ella? ¿Ha valido la pena? Mírate. ¿Qué será de ti? ¿De mí? ¿De Ekaterina…?»
Mi voz se perdía en su quietismo. Tal vez analizaba mis palabras. Reparé en que me había vuelto grosero y generalizaba con la complejidad de su situación. La verdad es que me sentía abrumado por el excesivo volumen de acontecimientos, aborrecibles todos.
Mirándome a los ojos, sonrió. Parecía decirme: «Tú no sabes nada, tontito. ¿No te ha bastado con verme al lado de tu cama mientras me escuezo del dolor?»
«Pedro, entiendo muy bien que toda guerra es un negocio», dijo finalmente; hizo un ademán lento y firme. «Saberlo no me sirve de nada. ¿Qué pretendes que haga? ¿Qué me quede de brazos cruzados y deje que sigan exterminando a mi pueblo? ¿Tú crees que mis paisanos dirán de mí que tome la decisión acertada al abandonarlos? ¿Cómo honraré la memoria de los que se han quedado atrás?
«Puedes negarte a luchar, tú y tu pueblo, evitando con ello esta gran masacre», dije, estúpidamente, como si con decirlo me estuviera bañando de cierta sabiduría universal. «Para pelear, se necesitan dos bandos», rematé.
«Debes vivirlo para sentirlo», respondió nada más.
Habiéndolo dicho, poco a poco, su estampa comenzó a parecer menos bélica. Trémula, se apretó los lagrimales con las yemas de los dedos, tratando, vanamente, de evitar que le erupcionaran como grávidos volcanes. Fue imposible: un río de lágrimas le estalló rodándole por las cuencas recién arrugadas. «Lo siento, lo siento», exclamó de pronto, buscando mis brazos; se detuvo. Escondió su llanto y lo capeó de las miradas de sus camaradas que se alistaban en el campo para ser trasladados en helicópteros hacia la línea de fuego; se amordazó los labios, quizá para recargarse de furia y coraje. Advertí que, entre medias palabras, se sinceraba, porque no soportaba ver mi semblante elegíaco. Recuperó su arrojo y agregó en dirección hacia el campamento:
«Mi camaradas se preparan para la llegada de las unidades de transporte. Me esperan».
«No logré entenderte jamás», le dije.
Cabizbaja, limpiándose la garganta y desviando los hombros hacia el valle, respondió:
«Sí que lo hiciste y por eso estás aquí. Te lo agradezco, mi Pedro».
Conocía tan bien mis principios, que era imposible de mi parte ganarle una discusión.
«Te confieso que esto no tiene nada que ver contigo», amplió.
«Sí que tiene», le respondí. «Conmigo y con Ekaterina, tu hija. Al menos dime que peleas porque no resistes los desgarros barbáricos de tu pasado».
Guardó silencio, mientras acomodaba lo que iba a decirme.
«Pedro, te he dejado claro cuál es la verdadera razón por la que lucho. Eres tú», dijo.
«¿Yo? ¡Por favor!»
«Quiero que entiendas que a mí no me mueven esas apologías de odio que accionan a los chovinistas de este y del otro bando. Me importan un bledo las ideologías que dicen reclamar la patria, el honor, la raza, las agendas y tonterías similares. Solo me importas tú», espetó como una metralleta.
«Mientes», la contradije. «Esto se trata de ti y de tu ego».
Lo dije con todo el resentimiento del mundo. Me lo había estado conteniendo por meses. De no haberlo hecho, creo que me hubiese quedado trastornado de por vida. Me sentí, en parte, libre y más dispuesto a seguir escuchando sus justificaciones.
«Me destrozas, Pedro», contestó. «Entiende, por favor, que no lo hago porque pensase que no quiera estar contigo o porque no te amo...»
Hice un esfuerzo por captar el verdadero sentido de lo que quería decir, mientras apechugaba de la emoción por lo que literalmente me había dicho. Sasha se dio cuenta en el instante.
«No me he explicado bien. Perdóname. Te amo. Es lo único que tienes que saber. Créeme. ¡Prométeme que creerás en mí!».
Iba a responder que sí, para acabar con lo incómodo de la situación, pero me vi aturdido por una voz que salía de la radio del exoesqueleto:
«¡A todas las unidades del Escuadrón de Volantes, por favor, reportarse! ¡Código rojo! El Dragón Negro se dirige hacia nosotros. ¡Por favor, repórtense con sus superiores! ¡De inmediato! ¡Código rojo!»
Ni siquiera se movió, pero había un filo descollante en su mirada. Sin embargo, su serenidad me daba a entender que yo estaba por encima de cualquiera de las circunstancias que nos impactaban con furia a través de aquel horizonte siniestro. Callábamos. Sasha corría con la peor parte, tanto como líder guerrera y como mujer; primero, porque se veía obligada moralmente a contener tremenda horridez contra su pueblo, y, segundo, porque mi persistente incredulidad como marido y centro de devoción rechazaba lo que estaba a punto de acometer. Su ánimo se perdía en el vuelo de las hojas de ciruelo que se desparramaban de un brochazo por el viento fuerte de invierno. Agregó, ahogándose en su propia voz:
«Flaqueo», y se abrazó a sí misma, abrigándose del frío.
«¿Tú?», la cuestioné.
«Sí, yo...», dijo a secas, cabizbaja, «mujer de carne y hueso».
«Aléjate de estas abominaciones. Vayamos por Ekaterina y la abuela, y juntos comencemos a vivir sin temor a que nos encuentre la felicidad. ¡Oh Sasha, mi Sasha!», le rogué con el último de mis suspiros.
«No puedo», me contestó sin más. «No hasta que suceda lo que tenga que suceder».
Suspiré hondo y me enfadé con ella. No había más que decir ni de qué hablar, por lo que decidí marcharme. Di un paso hacia delante, pero me atajó, apretándome del brazo.
«Si te marchas ahora, no habrá ninguna esperanza para mí», dijo con los ojos envueltos en lágrimas. «No podré resistir a la idea de tu olvido ni a la idea de que escupirás sobre mi cadáver cuando caiga abatida sobre la nieve, pensando además de que yo traje la desgracia a mi propia casa.
»Si me abandonas ahora, mi amor por ti no habrá sido más que una cortina de mentiras tejida para ocultar mis ansias de cobrarme lo que la vida me debe. Y no quiero que esto termine así. Tú eres mi salvación y mi honra.
»No dejes que caiga con la misma mirada de aquel soldado de Bilohorivka que huía de sí mismo y de su necedad.
»Por favor...», acabó sollozando.
Su cuerpo entero se estremeció. Entendí que su discurso se había tornado sincero y que debía ceder una vez más. Me incliné para abrazarla y darle un beso.
«Eres una mujer fuerte, Sasha», le respondí. «Me disculpo. No estoy aquí para juzgarte ni para abandonarte. Nada más lejos. Ten seguro que te amaré y honraré por siempre».
«Juro que antes me arrodillaría ante mi peor enemigo y me desintegraría como partículas de polvo si supiera que he perdido tu cariño…», dijo sin privarse de sus sentimientos.
Su rostro se volvió translúcido a medida que se imaginaba tal situación. Al menos creí por un momento que lo decía por mí. Observé que los lugares por donde le corría la sangre también se le habían tornado rosáceos. Se apartó y lanzó una mirada que se ocultaba al otro lado de las montañas. Una juguetona ráfaga de viento le alborotó el cabello.
Nunca la había visto tan hermosa como ese día. Tan frágil y a la vez tan firme. Una belleza típica de las nieves. Voz baja y musical. Cabello más rubio que castaño. Gustaba de hacerme bromas y de reírse de sí misma, y poseía un sexto sentido para todo. Pero tenía un solo defecto: parecía estar siempre en continua huida. Ahora que la veía ahí, con su uniforme de guerra, lucía como una deidad que había descendido del algún planeta lejano.
De pronto, se echó para atrás, agitando la mano en un ademán errático, para después adoptar una postura extraña, como si prestara una atención profunda a una presencia invisible. Pude leer en sus labios que murmuraba calladamente, «Aún no, aún no. Déjame estar con Pedro unos segundos más…». Le toqué el codo y despertó de su ensueño.
Justo en ese instante, el ruido de unos cláxones y el respiro áspero de una muralla de polvo proveniente de una columna de camiones que se aparcaba a lo largo de la carretera, nos trajo de vuelta al mundo de los vivos. Sasha, atacada de los nervios, dijo:
«Perdóname. Debo irme».
Volvimos a contemplarnos largamente. Una sirena comenzó a sonar. Sasha rompió el silencio y agregó en tono de disculpa:
«Tengo una mala actitud hacia lo que más amo. Estoy consciente de ello. Apuesto a que tú piensas que no sé amar. Lo he sabido desde hace mucho, por los gestos secos que me has regalado todo este tiempo. Créeme, me culpo hasta la saciedad.
»Pero sí sé, Pedro, y lo estoy principalmente de ti. Quizá mi timidez me impida demostrártelo con abierta pasión. Pero puedo sentirlo en lo profundo de mi alma y eso para mí cuenta más que cualquier exhibición pública de mis sentimientos. Quizá sea la brutalidad de la guerra la que me hace ver que los gestos de cariño representan una debilidad que no debo permitirme. Te pido perdón.
»También tengo otras emociones, muy humanas. No soy una fría y malvada ejecutora, Pedro. Mira que, a veces y por muy tonto que parezca, en lo más crudo de la batalla, me he preguntado por qué las cosas tienen que ser como son. ¡Por qué no puedo estar contigo y con mi hija? Por qué debemos arreglar nuestros problemas con tanta violencia. Por qué tanto desamor entre los hombres. Por qué la guerra antes que la paz.
»Para mi desgracia, me lo ha respondido la muerte, con su cara vacía e irremediable. He aprendido de ella que lo que nos convierte en bestias, alejándonos de la humanidad y de su alto estadio evolutivo, es el miedo. Mejor dicho, la suposición terrible de que éste vendrá por nosotros y nos hará pagar por nuestros pecados. Muchas de las acciones que llevamos a cabo en la vida, van dirigidas hacia esa necesidad de protegernos de algo que no existe.
»Nos creamos miedos y preocupaciones que jamás se materializarán a menos que las activemos con nuestro recelo. ¡Ah, pero los grandes políticos le llaman previsión! ¡No! Le llamo imbecilidad. Cuando he visto la mirada de muchos que han caído bajo el filo de mi espada, sus ojos me han sacudido con esta revelación: “Confieso que muero sin saber por qué o para qué, y me siento terriblemente estúpido”.
»La he visto incluso en aquellos furibundos que buscaban emborracharse de trascendencia histórica. En todas, la misma expresión: “¿Por qué estamos aquí matándonos? ¿Por qué no nos sentamos a charlar, tomándonos una soda en el sillón de nuestras casas, mientras arreglamos nuestras diferencias tontas ? Tú aparentas ser una chica amable con la que podría pasar una buena tarde bajo la sombra de los árboles de cereza que crecen alrededor de los campos de trigo. ¿Qué tontos somos, verdad? Míranos aquí, dando nuestras vidas por unos cuantos codiciosos y miserables. Hay que ser realmente imbécil para matarse por algo que no nos concierne. ¡Es una verdadera ironía! Pero supongo que ya es demasiado tarde”.
»Cuando he liberado la espada de sus cuellos, mis ojos no han parado de llorar…
»Pedro, esto me ha llevado a pensar en que algo estamos enseñando y aprendiendo muy mal en este mundo. Algunos aspectos estamos dejando de lado para que personas habituales busquen soluciones en la mentira, el ego, la ambición y la necedad. Algo estamos haciendo tan mal cuando personas con educación corren detrás de falsos mesías, de espurios curanderos y ávidos charlatanes, aun sabiendo que éstos las defraudarán y no serán nunca una solución válida para sus vidas, como tampoco puede serlo la guerra y el odio al prójimo».
Las palabras de Sasha me impresionaron por su carisma. Nunca las había escuchado con tanto verismo, mucho menos de ella, la imbatible capitana cazadora de Orloks. Comprendí que pedirle discernimiento a un soldado de ojos manchados por el barro, cegado por el miedo mientras se oculta en lo más profundo de su trinchera y lucha por su humanidad contra el francotirador que le apunta, era en sí mismo un despropósito. Y, sin embargo, el corazón de Sasha lo sabía y sufría por ello. Aun así, yo debía insistir, porque para el amor y la paz nunca es tarde.
«¿Por qué sigues combatiendo?», le pregunté dándole una puerta de salida. «Déjalo ya, y que no nos importe lo demás», acabé, aprovechando hasta el último segundo para convencerla de que abandonara las armas, guardando la tenue esperanza de que, de alguna forma milagrosa, lograría su arrepentimiento, salvando así nuestro afecto. Nada más errado.
»¡Pedro, lo pienso a cada maldito segundo!
»Pero siempre termino en el mismo lugar, dando vueltas en el mismo círculo: ¿Sabes tú de quién dependen realmente nuestras vidas?»
«De ti y de mí y de nadie más», le respondí.
Sasha sonrió bonachonamente, y, acariciándome las mejillas, me ofrendó un último beso. En una media vuelta, bajo un silencio sepulcral, se acercó al Ukrobot y lo activó con un control remoto. Éste la arropó por completo. Lucía impresionante. Aún podía ver su rostro a unos dos metros y medio de altura.
Se elevó por los aires con el esplendor de una potente nave estelar, mientras me veía directamente a los ojos, sin decirme nada. No obstante, su mirada tenía esa cadencia agónica que utilizan los desahuciados cuando saben que van a morir. Un mensaje me llegó al móvil.
«Cuida de Ekaterina», decía. «Ten presente que te tengo conmigo». |