La noche que Carlos rompió con nuestro modelo de tratarnos, supe que conocer a una persona, tiene muchas maneras de funcionar. Y fue que él me procuró en la casa de la Hostos. Me invitó a entrar en su carro y partimos por la Ancha(como me gusta llamarla) en sentido oeste. Cruzamos por encima del Jaya é iniciamos el proceso de descontar los parajes circundantes al pueblo.

Hasta que puso las ruedas del vehículo por un camino vecinal. Y la nocturna oscuridad no impidió el disfrute mío, de ver aves reposando enganchadas a ramales que el viento agitaba a su antojo. Pero el deleite fue lacónico, ya que me sorprendió con un viraje a la izquierda, que nos puso frente a una vivienda pintada de azul. Bajó del auto y me invitó a también hacerlo yo.

Entonces le seguí por un instante, pero una señal suya, me hizo ocupar la silla de guano que había al comienzo de un largo pasillo. Carlos dobló para la derecha y le perdí de vista. Y Yo solo en aquel punto de la casa me embullé con el intento de descifrar su coloquio con un ser femenino. Dentro de lo que supuse era una habitación. Y el tiempo transcurrido allá no lo pude aquilatar en términos cuantitativos.

Más, al fin de aquel lapso, una mujer muy joven antecedió a mi amigo en su retorno a la sala. La que me miró sin extrañezas y con cuatro palabras monosilábicas construyó una indescifrable(para mi) oración: ¡Ah! ¿Y es él). Pero Carlos, quién anduvo varios pasos para ponerse paralelo a la mujer, no emitió comentario alguno. Y una escrutadora mirada de ella, unió los pedazos de mi cara, obviamente desmantelados en la primera(mirada).

Y después puso su cara y su cuerpo en camino hacia, supongo, el lugar de donde vino. Pero al girar a la derecha del pasillo pronunció algo que mi oído, diseñado para entender castellano, interpretó como un alegato de quebranto que no lució al llegar. Y Carlos me invitó a salir de la casa. Pero no a cancelar su plan.