Las cosas no podían ir peor, pero aquel día tuve suerte. Me encontré a una vieja amiga del colegio por la calle. Absorto como estaba y empantanado, fue ella la que me reconoció. Cuando se identificó, no lo pude reprimir. Pero Boni. Se llamaba Bonifacia. Cómo has cambiado. Al tiempo que nos besamos: uno por mejilla, pude constatar, por sus turgencias, que ésta no era la Boni de antes. Al fijárseme la vista en sus turgencias pectorales, no se pudo reprimir tampoco.

- Pues tú, en absoluto. Sigues siendo el mismo salido de siempre.

Había cogido en el colegio fama de erotómano, pero es que era evidente que aquel melonar merecía una atenta observación. Boni había sido, aparte de empollona, bastante poca cosa.
Y ahora, de haber sabido la evolución, me arrepentía de no haber seguido sus pasos por la vida.
En un café cercano me narró su peripecia vital. Era inspectora de Hacienda.
-Tú, policía- nuevamente no me pude reprimir.

Para mí la policía auténtica era la del fisco. No me impresionaban los demás cuerpos. A base de irregularidades contables había sacado adelante un negocio de import- export, que, si no boyante, al menos me permitía comer dos veces al día. Lo demás era bastante anodino. Por supuesto que no comenté nada a la madera. Hizo sus preguntas, pero no le di ni los apellidos.

- Bueno, qué- dije apurados los cafés. Celebramos el encuentro.

O no estaba casada o le hacía mal el anillo, pues en sus manos no florecía adorno dorado alguno. Ello fue lo que me animó.
- Sigues siendo el mismo, Manolito- me dijo.

Y se echó a reír.

- Otro día, que hoy tengo una inspección a pie de calle- continuó.

El caso es que me distrajo de mis tribulaciones. Quizá, incluso, era el remedio a las mismas. Como- si me llama por teléfono- se contará.