Pasó en la calle Mella en su encuentro con la más corta en todo su trayecto. Y de hecho, es una calle con solo tres cruces, dos de ellos ciegos. Donde hubo una oficina de ingrata recordación. Por ser recaudadora de multas por atrasos a las tarifas impuestas a los servicios básicos de nuestras viviendas. Y que siempre, al momento de pagar las ‘déudas’ al través de una hendija, ahí estaba él: el pedigüeño desubicado.
Qué lo afirmo porque lo intuí desde niño. Cuando el ‘gremio’ de limosneros bloqueaba la entrada principal de la iglesia santa Ana en sus misas dominicales. Gentes humildes que apelaban a lo benigno que podría arrancarles el sermón del cura a los asistentes. Pero qué curiosamente jamás ingresaban al interior del lugar santo. Aunque y dentro de los conflictos humanos que discutían al otro lado de la calle, también prestaban mucha atención al carácter final de la asamblea. Y, sobre todo, a lo de “irse en paz y dándoles gracias a Dios”.
Y el ingenio popular nunca ignoró la desventajas que enfrentaba el sordo, contra el favor recibido por el ciego. Especialmente a la hora del aviso esperado. Anterior a que el cura oficiante diera reversa para entrar por el paso que le llevaba a la sacristía. Saliendo de momentos parecidos a esos, dos cuentos crueles:
El primero: el del bromista que situado al centro de dos ciegos que ocupaban los laterales de la puerta del templo, dejó caer una de las antiguas y pesadas monedas de medio peso. Diciendo: ‘dále al compañero la mitad’. Pero no contaré lo ocurrido entre ambos, después de cinco minutos de silencio.
Y el segundo: El de otro ciego que portaba un jarro de metal para que le pusieran dentro las ofrendas(monedas). Pero que en la esquina donde estaba parado inició un repentino aguacero. Y un bonachón que vio que el ciego sé mojaba, lo llevó al alero de la casa más próxima. Entonces, bajo ese cobijo, cada treinta segundo el mendigo daba en voz alta la gracia. A lo que un amigo del que lo llevó a dicho alero, le aconsejó al buen hombre lo siguiente: ¡ Sí no quitas al ciego de debajo de la gotera, podría enloquecer!
Pero volviendo al pordiosero mal ubicado, confieso la torpeza de atreverme a decírselo. Y una mirada que juntó dolor, enojo, sorpresa y alegría, me perdonó la frescura.
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