La chica gastaba la mirada bonita y las tetas de dimensión. Desde niña iba con vestidos y tirabuzones ostensibles, acompañada de su hermana en aquel pueblo cuyo tráfico permitía la deambulación por pocos años que se tuvieran. Ya era yo grande cuando ella procedía con las primeras idas y venidas sin la presencia de los padres. Grande en el sentido de manejar plata, haciendo las primeras compras.
Ahora me parece mentira que aquella niña creciera como creció, aunque tampoco era imprevisible. El caso es que como a las mujeres les gustan los chicos algo mayores, había pegado la hebra con ella en alguna ocasión.
El mundo se deshacía en aguas, que diera el telediario, cuando el autobús, de regreso al empalamiento laboral cotidiano- tras el siempre corto verano- nos juntó. El pueblo ya no era lo que fuera y la elegancia y el refinamiento no florecía sino al caprichoso albur de la excepción. Venía de constatarlo con ocasión de las fiestas patronales, de la manera en que cuando la vi aproximarse por el estrecho pasillo, no hice sino reafirmarme en la opinión. El noctívago trayecto propició que en la intimidad de quienes van sentados a la par, operase la desinhibición. Cuando descargamos en la ciudad al unísono nos identificamos como antes lo hubiera hecho nuestro cuerpo en la oscuridad del autobús. Hubiera dado algo porque lo anterior no hubiera pasado, pues el poner pie en tierra descubrí su verdadera identidad que no era otra que la de la hermana mayor, que tenía una composición bastante parecida, pero con la que no había tenido nunca ninguna relación. La chica se ruborizó instantáneamente, pues tampoco me había reconocido entre las sombras que proyectaban el autobús y la noche. Con las bragas alojadas en su bolso descendió del autobús y se perdió entre el tráfago urbano de la gran ciudad.