El tío Juan organizaba una cena, y yo era uno de los pocos sobrinos invitados. "Vivo al final de la calle. El portón es negro. Procura llegar temprano; tu prima y sus amigas estarán allí". Había terminado mis estudios y al tío nunca se cansó de decirme: «Un hombre preparado vale por dos. Hasta un cuacho puede llegar a la montaña, si los tiene bien puestos».
Al caer la tarde, presioné el timbre. Frente a mí, una mujer mediterránea, elegante, con un aroma dulce y cítrico, abrió la puerta. «Qué cambio tan radical ha tenido la prima», pensé. Siguiendo su gesto, avancé, aún sorprendido. La luz suave parecía brotar de algún rincón oculto, como si un fragmento del crepúsculo se hubiera refugiado en una ventana inexistente. Con un whisky en la mano, observé el entorno. No había señales de fiesta ni algarabía. "¿Es esta la casa del señor Juan Carmona?". "No, la suya es la anterior. Dejé la bebida en la mesita de centro y antes de hablar me dice: "No me deje sola con la copa en la mano". Me disculpé por mi descortesía. Cruzó las piernas, arqueó una ceja y levantó la copa". Por el placer de conocernos". Brindé con ella, cautivado por sus ojos verdes y su voz matizada por la palabra justa. "Si desea acompañarme, lo invito a cenar". "Daría la mitad de mi corazón por compartir con usted, pero tengo un compromiso familiar que no puedo desatender. Si me lo permite, mañana estaré aquí".
Llegué a tiempo para el encuentro familiar. Inventé una excusa y, en cuanto pude, me despedí. Al salir, la noche se mostraba densa y, junto a la barda de hormigón, había un carrito artesanal iluminado discretamente. Una vendedora de camotes estaba a su lado. Le pregunté por la casa contigua. "¿Casa?", respondió. "Llevo años vendiendo camotes aquí y nunca he visto una casa donde usted dice".
|