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Ya tengo novia. Por fin. Se me pasaba el arroz y llevaba años sin follar regularmente con una mujer que me gustara de verdad. Y mi novia folla muy bien. Me folla.

Me encanta cuando dice: «Lo que tú quieras, mi amor, lo que tú quieras» Y la palabra «amor» suena a piel y a carne y a pecho y a coño y a nalgas. Nunca pensé que pudiera sonar tan desprovista de romanticismo. Sobre todo dicha así, en la intimidad de cuatro paredes, es como descubrir de repente un cielo azul despejado. Desde que somos novios, he comprendido que todo lo que se ha escrito sobre el amor es pura mierda.

Pero, evidentemente, pago mi pasaje. En un buen crucero nada sale gratis a no ser que estés como polizonte. Y mi novia es lista en detectar polizontes. Una vez se zafó de uno en cuanto confesó que en su oficina había una compañera jovencita y guapa que se le había insinuado. Lo echó no como a polizón, sino como a rata de barco. Con ella es mejor tenerlo claro: no compite en segundas ligas con otras.

Repito: pago caro mi pasaje. Navegar en semejante transatlántico no es cosa de adolescentes. Por la calle, cuando caminamos juntos de la mano, los hombres nos miran. Primero a ella; luego a mí. «No cuadra» deben pensar. Sé que se recomerán por la noche imaginando que soy para ella un dominador sexual con arneses o cosas por el estilo; o peor, un intelectual que le recuerda a su padre, intelectual también, prematuramente fallecido. ¿Lo ven? Estoy curtido en imaginar lo de otros. Fui uno de ellos.

Una vez alguien se extralimitó más allá de la simple mirada. Era de noche. Estábamos solos en mitad de una plazoleta mal alumbrada junto a una fuente. En ese momento, sin yo esperarlo, me tomó de la cabeza y me besó con pasión. Fue entonces que vi de reojo salir de un callejón en sombras a un tipo corpulento con muy mala pinta y, aunque el beso seguía y yo hacía por mantener la calma, pensé: «Se acabó». Pero cuando pasó a nuestro lado el tipo gritó eufórico: «¡Qué sueeeerrrrte, bro!» La anécdota es real como la vida misma. Lo juro.

Mi novia se agobia en las zonas de playa que se atiborran de turistas ingleses o alemanes. No le gusta esa gente; cómo invaden las terrazas de la avenida, cómo miran plácidos el mar mientras toman. Detesta especialmente a los de edad avanzada con sus caras enrojecidas por el sol, sus carnes flácidas, sus canas llenas de plenitud, sus sonrisas satisfechas. Para ella no han conocido lo jodido de la vida; creen que el mundo gira en torno a la fiesta que se tienen montada y que somos sus criados. Es lo que ella opina. «Cariño, gracias a ellos comemos muchos aquí» intento atemperarla. Pero ella no tiene por qué dar argumentos. Esa gente no le gusta y ya, tema zanjado. Así que nunca voy a la playa ni paseo por la avenida con ella. No quiere.

El campo en cambio sí le gusta. Es otra cosa. Las montañas, el silencio, el aire limpio, la caída de la tarde. El otro día fuimos en coche -yo conducía- y avistamos un hato de cabras retozando sin tino a lo lejos. «¡Qué graciosas!» exclamó y me miró con los ojos iluminados por la alegría. Y en verdad eran graciosas. Y el hecho de que le resultaran graciosas también era gracioso. Nunca pensé que me pudiera reconfortar tanto la visión de unas cabras como el otro día. Como nunca pensé que unas cabras pudieran traer un momento de paz en la relación con una mujer.

Ya de noche, de vuelta en la ciudad, como ella tenía prisa por llegar a casa tuve que dejarla en dónde había estacionado el coche. Cuando se apeó, miró a su parabrisas: en una de las escobillas se aireaba una nota de multa. Se volvió con la cara crispada, recriminadora:

—Mira que te dije que esa puta aplicación de parking no iba a funcionar. Seguro que no había cobertura allá tan lejos y no se pudo renovar el tiempo. No debí hacerte caso. Debí buscar un aparcamiento que no fuera de pago. Encima que pago mis impuestos, tengo que pagar por aparcar ¡Y así y todo me multan!

—Cariño, era la mejor solución. No ibas a encontrar nada gratis.

—¿Ah no? ¿Pues sabes que te digo? ¡Que me la vas a pagar tú! —y arrancó el papelito del parabrisas y se metió en el coche sin darme el beso de despedida.

Estuvo así dos semanas, sin aparecer. Me tuvo al principio a base de mensajes cortos por whatsapp. Ni un mísero corazón. Luego fue aflojando. Yo me moría por follar con ella. Al final cuando volvió no se habló del tema. No hacía falta. Me miró a los ojos, me sonrió y dijo quedamente:

—¡Qué paciencia tienes!

El corazón me dio un vuelco. Esa tarde follamos como locos.

23 de abril de 2024
David Galán Parro

Texto agregado el 23-04-2024, y leído por 93 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-04-2024 Hay bastante claridad en la prosa, el personaje esta bien definido y la narrativa no tiene empacho en llamarle pan al pan y al vino vino. Existe conflicto, que se resuelve felizmente follando. sendero
24-04-2024 Es verdad. Nadie sale ileso de ese tipo de relaciones pasionales; pero ya sabemos que quien toma decisiones no es siempre nuestro cerebro, sino nuestro alter ego. Gatocteles
 
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