Después de darse vuelta varias veces hasta quedar finalmente boca arriba el hombre se resignó a abrir los ojos. El ventilador de techo hacía apenas un zumbido y el aire que bajaba tibio movía las cortinas abiertas. Por la ventana entraba la claridad grisácea de un cielo encapotado. Estiró el brazo derecho y deslizó el índice por la espalda de la mujer, que se sacudió maquinalmente como si un bicho le caminara, entonces retiró la mano, giró sobre el flanco izquierdo y con la misma mano levantó el celular de la mesita de luz. Vio en la pantalla que eran 2:17 y quedó otra vez mirando el techo unos minutos. Bajó los pies al suelo y se sentó.
Entró al cuarto de baño en calzoncillos y entornó despacio la puerta casi hasta cerrarla. Sintió agua en los pies. Encendió la luz. Un charco escaso y redondo parecía haber surgido de las baldosas blancas. Durante unos segundos intentó orinar, pero nada salió. Apagó la luz antes de abrir la puerta. En el dormitorio vio a la mujer estirada boca abajo en el medio de la cama aferrada a la almohada con el brazo derecho. Se acercó hasta la mesita de luz y enseguida se retiró de la habitación con su teléfono celular.
En el living comedor también entraba la noche clara por el ventanal. Se sentó en el sillón con el celular en la mano, y cuando se disponía a desbloquear la pantalla timbró el teléfono fijo, un aparato inalámbrico. Tardó en reaccionar y se apuró los tres pasos hasta el estante donde se hallaba el teléfono.
—Hola —dijo.
—¿Víctor? —respondió una voz de mujer.
—Sí.
—¿Víctor Subercase?
—Sí. Quién habla.
—Zoe.
Quedó callado.
—Zoe. Soy la esposa de Jaime, tu hermano.
—Zoe. Ajá —contestó él.
—Estoy en casa, en Mina Clavero. Te acordás de nosotros, Jaime y Zoe, ¿no?
Él no dijo nada. Giró la cabeza y miró a su alrededor la penumbra como si alguien fuera a aparecer, se oyó a sí mismo exhalar el aire por la nariz y percibió a través del auricular algo similar que se correspondía a cierta agitación de la mujer. Volvió al sillón.
—Jaime murió —dijo ella después de unos segundos.
—¿Quién habla? —Se dejó caer hacia atrás y el mullido respaldo lo retuvo. Estiró el brazo libre hasta apoyar la mano derecha sobre el asiento.
—No podía dormir. No sé, insomnio. Te llamé.
—Pero qué decís. ¿Quién habla? —dijo cuidándose de no elevar demasiado la voz mientras se enderezaba. Se cruzó de piernas, sin apartar el teléfono de la oreja apoyó el otro antebrazo en la rodilla—. ¿Zoe dijiste?
—Zoe. Nos vimos dos o tres veces. Soy tu cuñada.
—Mi cuñada. Hasta donde supe, mi cuñada vivía en Córdoba con mi hermano.
—Sí. Acá en Clavero. —Quedó callada otra vez. Él escuchó ahora la respiración agitada de la mujer con mayor intensidad.
—Tu hermano murió.
—Mirá, no sé por qué llamás a esta hora un miércoles…
—Jueves. Ya es jueves —lo interrumpió—. Ayer encontré tu número revisando unos mails viejos. Te busqué. No sabía si existías, si era tuyo este número todavía…
—¿Y era necesario llamar a…?
—¡Tu hermano se murió, Víctor! —gritó la mujer— ¿Te molesta la hora?
—No. No. No es eso…
—¡Ah! —gritó—. ¡Menos mal! —gritó—. Y si te molesta te jodés. A mí también me molestó un poquito ser viuda de golpe y porrazo de un día para el otro, ¿sabés?
Él apartó de la oreja el teléfono y sin soltarlo se inclinó hacia delante, juntó las manos y quedó ahora con ambos codos apoyados sobre las rodillas observando el display iluminado en el que aparecía el número desde el que llamaba la mujer como si fuera a obtener allí alguna información coherente.
—¡Víctor! ¿Me oís, Víctor?
El hombre oyó la voz con el teléfono aún en las rodillas. Se puso de pie y con el aparato en la oreja caminó los pocos pasos hasta la cocina.
—Sí —dijo.
Agarró el paquete de cigarrillos, pretendió sin éxito encontrar el encendedor en lo oscuro. Entonces encendió una hornalla.
—Cómo estás vos —preguntó.
—Genial. ¡Qué te parece!
Sacó un cigarrillo con el teléfono sostenido entre el hombro y la cabeza y sin inclinarse, siempre atento al auricular, lo acercó a la llama. Le temblaba la mano.
—Perdoname. —Dio unas pitadas y volvió a sostener teléfono con la mano. Apagó la hornalla—. No sé qué decir. Hace como veinte años que no sabía nada de ustedes.
—Dieciséis —lo interrumpió ella—. Desde el velatorio de tu papá, ¿no te acordás? Dos sobrinos tenés.
—Me enteré.
—Así que te enteraste. Bien. Porque nunca se notó.
El hombre fue a sentarse a la mesa donde estaba el cenicero. Desde ahí alcanzó a ver el torso desnudo de la mujer como una sombra que entraba al baño, vio encenderse la luz.
—¿Seguís ahí, Víctor?
—Te escucho.
—Y no pensás decir nada.
—No sé qué decirte. No entiendo nada.
—No es de ahora eso, ¿no?
—Qué cosa.
—Que no entendés nada, que no decís nada.
—¿Y los chicos?
—Chochos, saltando en una pata.
El hombre inhaló lento por la nariz y exhaló de golpe. Enseguida pitó el cigarrillo y lo dejó sobre el cenicero.
—No sé cómo vamos a seguir con esto. Pero nada. Vos podés quedarte tranquilo o como estés con tu vida nomás.
—¿Necesitás algo?
—De vos nada. No te preocupes.
—Podría…
—¿Podrías qué, Víctor? No sos importante para nosotros a esta altura, antes como que tampoco. No me podía dormir y te llamé para asegurarme de que estuvieras al tanto. Disculpame si te desperté, disculpame si lo que te digo no te interesa, ¿sí?
—No me despertaste, Zoe, yo tampoco…
La mujer soltó una risa nerviosa y él apartó un poco el teléfono. —¿En serio? ¡Menos mal que no te corté el sueño! ¡Ahora me quedo más tranquila!
Se oyó el desagote del inodoro. La puerta del baño estaba abierta y era la del recinto la única luz encendida en el departamento.
—Hay agua en el piso —dijo la mujer desde el baño. Entonces el hombre tapó el micrófono con la mano derecha.
—Sí, ya vi —dijo.
Oyó ahora que la mujer en el baño abrió una canilla mientras algo decía la voz del otro lado de la línea. —Después lo seco —dijo.
—Zoe. Disculpame. No te entendí.
—Nada. No importa. Parece que ya no te queda familia, ¿no?
Él no contestó. Apagó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero. La mujer salió del baño, se le acercó y lo interrogó con ambas manos sin pronunciar palabra y él respondió también con la mano libre como para que lo dejara hablar. Ella entonces fue hasta la cocina a buscar un cigarrillo. Solo llevaba puesta la bombacha. Encendió la luz y encontró el encendedor entre cosas sobre la mesada. Se sentó a fumar en un taburete, desde allí podía ver al hombre que hablaba por teléfono a unos tres metros aunque no parecía prestar atención.
—¿Estaba enfermo?
—No, Víctor. Estaba lo más bien y al otro día ya no estuvo más.
—Dale. No seas así.
—Un accidente con el auto.
—¿Iba solo?
—Sí. En la ruta. Hubo que sacarlo de entre los fierros retorcidos. —El tono de voz cambió y se instaló un mutismo repentino, acaso involuntario.
—Zoe —dijo él.
La mujer no contestó nada. Él alcanzó a oír un chillido ahogado y guardó silencio mientras se frotaba el cabello transpirado sobre la nuca con los dedos. Giró para ver a la mujer en la cocina; ella golpeaba con el índice derecho el cigarrillo para depositar la ceniza en la mano izquierda a la altura del pecho, tenía mojada la cara como de haberse enjuagado sin usar la toalla después y algunos mechones empapados le llegaban hasta debajo de las axilas.
—¿Quién es Zoe? —dijo la mujer al percatarse de la mirada del otro.
Él le hizo una seña para que no interrumpiera. Entonces ella se levantó, dio una larga pitada, abrió la canilla de la bacha y apagó el cigarrillo con el chorro de agua. Después de tirar la colilla en el tacho de basura enjuagó uno de los vasos que estaban en la pileta y lo llenó de agua que sacó de la heladera.
—Zoe —repitió él.
—Ya está, Víctor. Que te vaya bien. En serio. Que te vaya bien de verdad.
—No. Esperá.
—Qué necesitás.
—Hablame de ustedes. Algo. No sé. Los chicos.
—¿Tenés perros vos?
—¿Qué? —Le salió una breve sonrisa involuntaria.
—Acá un chihuahua.
—No. No tengo animales.
—Se llama Fredi. Ahora está mimoso, ¿sabés? Se me vino a upa. Se ve que extraña al papá o que me vio triste y se preocupó. Los chicos lo aman, aunque no te lo recomiendo; da trabajo a veces.
—Me gustan los perros, pero soy un desastre para cuidar cualquier cosa.
—¿Vos tampoco te podés dormir? —dijo ahora con tono aniñado.
—Y no, con el calor que hace encima, una gota de aire no corre…
—A Fredi le dije. —Rio apenas y siguió con el tono aniñado—. ¿O no, Fredi? ¿No que no nos dormimos hoy?
La mujer dejó el vaso vacío sobre la mesada, le palmeó el hombro al pasar y siguió su camino hacia el dormitorio.
—¿Qué edad tienen los chicos?
—Manuela tiene once y Nicolás trece. La verdad no sé qué haría sin ellos, pero no quiero que me vean mal, y para qué te digo lo que me cuesta.
—Algún día me gustaría conocerlos.
—Algún día. Mirá las cosas que puede lograr un accidente, ¿no?
—Bueno…
—Nada —lo interrumpió—. Disculpame. Ya sé que no tenés nada que ver.
—Todo bien. Entiendo.
—No entiendas, Víctor. No me hace falta que entiendas nada. ¿Quién entiende? Ni yo lo puedo entender todavía. Tampoco es que quiera forzar nada. Ni con vos ni con nadie, de verdad. Pero así las cosas. Desgraciadamente así son las cosas, ¿viste? No queda otra que seguir para delante.
La mujer salió del dormitorio descalza con los pantalones y el corpiño puestos. Fue hasta el sillón adonde estaban sus zapatillas. —Dónde dejé la remera —dijo como para sí como quien no espera respuesta.
—Aguantame un segundito —pidió el hombre por teléfono y volvió a tapar el micrófono.
—¿Qué estás haciendo? —dijo sin levantarse de la silla.
—Me voy.
—No me jodas, Laura. Cómo que te vas. ¿Te parece irte a esta hora?
—Van a ser las 3. Me pido un Uber. Y media a más tardar estoy durmiendo —dijo mientras se ataba los cordones—. No me podía dormir y ahora no me aguanto el calor que hace. De yapa veo que estás muy ocupado. Mejor me voy a casa con el aire, necesito mi cama y mi aire acondicionado, ¿sabés? —Se levantó del sillón con las zapatillas puestas.
—Quedate, dale. No seas jodida.
—No pasa nada, Vic. Estoy de mal humor nomás. No me dormía y mirá la hora que es. Es eso. No es con vos; aunque no lo creas no sos el centro del universo.
—Es la esposa de mi hermano. —El hombre le señaló con los ojos el teléfono entre sus manos.
—Ahora tiene un hermano, mirá —murmuró ella de espaldas yendo al dormitorio.
—Zoe —dijo como para reanudar la conversación telefónica.
—¿Estás con alguien ahora? ¿Tenés pareja?
—Sí. Disculpame el momento.
—Todo bien, Víctor. Si querés hablamos otro día y me contás.
—Acompaño hasta abajo a mi amiga que se va y después te llamo, ¿sí?
—Así que soy tu amiga la que se va —dijo la otra volviendo con la cartera abierta entre las manos.
Él cubrió el micrófono otra vez, se levantó de la silla.
—No quiero que te vayas, Laura.
—Ya pedí el auto; quince minutos dice que tarda. ¿Podés creer? ¿Qué les pasa?
—Cancelalo, dale. —Le acercó la cara como para besarla en los labios, pero ella se alejó y encendió la luz.
—¿Me hacés el favor de bajar a abrirme? Dale, ponete algo y bajamos. —Apoyó la cartera sobre la mesa y sacó una hebilla grande—. Dale, Víctor —insistió.
El hombre fue hasta la cocina.
—Zoe.
—Sí.
—¿Cuándo pasó?
—Hace nueve días.
Él no contestó nada.
—Según la policía y los peritos lo más probable es que se haya quedado dormido.
—Tengo que cortar. Bajo y te llamo.
—No hace falta, Víctor. Todo bien.
—Por favor no te duermas. Esperame diez minutos. Yo te llamo.
Al salir del departamento él llevaba ojotas, un short hasta las rodillas y una camisa de mangas cortas abrochada en dos botones. Se encontraron con que los dos ascensores estaban en movimiento, desde uno que bajaba se oyó sonar un teléfono.
—Qué nochecita —dijo ella—. No sé cómo voy a hacer en la oficina.
En el ascensor que se detuvo iban una mujer con un perro y un hombre alto y obeso.
—Mejor vayamos por la escalera —dijo ella.
—Subí, Laura. Hay lugar.
—No voy a ir con ese perro.
—¿Perdón? —dijo la mujer del ascensor.
—Vaya, señora. Yo puedo usar las escaleras —dijo ella.
El hombre cerró la portezuela. Esta vez el ascensor, que antes bajaba, inició la subida, y de esto se quejó la mujer del perro.
—Son seis pisos, Laura.
—No voy a bajar apretujada con ese perro de mierda con el calor que hace. Prefiero las escaleras. —Consultó en la pantalla el recorrido del auto—. Cómo puede ser que a esta hora vaya a tardar tanto un puto Uber. Qué les pasa a todos.
Cuando llegaron a la planta baja encontraron al hombre alto y obeso que discutía con un tipo de pelo canoso en piyama y pantuflas, ambos gesticulaban visiblemente alterados y parecían esforzarse para no levantar demasiado la voz. La mujer iba atenta al teléfono. Al percatarse los hombres de la presencia se hicieron a un lado para dejar pasar a la pareja sin decir una palabra. En la calle había autos en movimiento y bocinazos y personas que deambulaban por las veredas, algunos con su perro atado a su correa.
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