Hace ya algunos años, en una época en que me encontraba bastante desmoralizado -Elena, mi novia, me había dejado- un buen amigo, harto de soportar mis lamentaciones, me aconsejó que hiciera un viaje «para salir del cuadrilátero». Me insistió en que fuera a visitar a su hermana que andaba por Barcelona y a la que yo conocía de algunas conversaciones. «Te vendrá bien» pero me advirtió «Si tienes algo con ella, que dudo, cacho cabrón, ni se te ocurra mencionármelo» Y la duda no ofendía: nunca fui de ligues y menos en aquellas circunstancias.
Jana, que era su nombre, llevaba sobreviviendo, creo, apenas dos años en la ciudad. Por lo que podía saber, se había iniciado en un proyecto de escuelas infantiles lúdicas como profesora y dinamizadora de actividades y vivía un poco a salto de mata en pisos compartidos. Yo veía, desde mi óptica de funcionario vitalicio resuelto, en aquellas circunstancias suyas una aventura arriesgada o una tentativa de vida ilusoria que pujaba por salir adelante. «Qué pena de vida. Ya volverá al redil. La temeridad es cosa de soñadores» pensaba yo. Antes de hacer la visita, cuando le telefoneé me dejó caer, a su manera desenfadada, sin apremio, que si me apetecía venir, ahí estaba ella. Eso era el recordatorio de que todo hombre era prescindible en su vida. Y la verdad que a mí, que siempre he rehuido tomar iniciativas aventureras, aquel tono de escaso entusiasmo, me quitaba un peso de encima.
La semana en que me quedé en su casa, Jana trabajaba y volvía sobre las tres o cuatro de la tarde así que yo la esperaba durante la mañana leyendo o viendo la tele. Si por mí fuera, lo único que hubiera cambiado entonces de mi rutina habitual hubiera sido la localización en que se desenvolvía esta. O sea que se me venían encima unos diez días con visos de apalancarme de mala manera en la casa: era mi natural inercia repetir los hábitos indolentes con los que mi novia me había despachado. Para camuflar un poco esto creo que cociné para Jana en dos o tres ocasiones antes de su vuelta. No muchas más. Y en una de esas creo que me reprochó que dejará algún caldero sin fregar. Eso me puso entonces en aviso de que una cosa era venir a verla y otra vivir a su costa. Lejos de sentirme ofendido se me grabaron de forma positiva aquellas exigencias. Yo era (soy) incorregiblemente un señorito.
Por las tardes, salíamos a callejear. Entonces, poco acostumbrado al trasiego fuera de casa, aprendí en mi visita que hay que caminar mucho por las calles de una ciudad para que éstas terminen caminando a través de uno. Y que hay que patearlas a las duras y a las maduras. Devorarlas. Por ejemplo no sentir descabellado el hecho de empaparse bajo una llovizna sin procurarse un paraguas. Cosa que sucedió una tarde. Para Jana era normal, carecía de romanticismo alguno. Para mí suponía un poco de melancolía y de boba autocompasión. Echaba de menos a Elena. O eso creía.
Luego estaba la gente nueva y diversa que según Jana, como las calles, debía también ser devorada sin pedir permiso. Recuerdo que me presentó un par de amigos catalanes algo más jóvenes que yo, con los que había sintonizado perfectamente en cuestión de días. «Ándate con cuidado: los catalanes son muy suyos» me habían dicho antes de ir «son unos pagados de sí mismos y de trato frío» Y eso me parecieron sus amigos. Pero ella, que se ganaba a cualquiera al poco de conocerlo, los había ya engullido e integrado ¿Cómo un estrecho de mente como yo iba a llegar siquiera a sobrevivir una semana en aquella ciudad sin regresar con los calzoncillos cagados? Jana era insultantemente lo opuesto a mi: desbordaba los corazones de aquellos a los que orillaba. Sin saberlo, me hacía ver que la amistad no era un asunto de tiempo ni de confidencias sino de vivir de forma compartida con el diferente a uno sin exigirle ni medirle. Jana sabía esto o sencillamente lo practicaba sin intelectualizarlo. Fluía en ella. Yo en cambio me aquietaba y me empozaba en mi huraña soledad.
Un sábado por la mañana me llevó al Mercado de la Boquería. Jana conocía todos los productos de los expositores: verduras, frutas, especias, carnes, pescados, confitería, licores… Todo, probado o pendiente de serlo, estaba ya asimilado por ella y a todo señalaba y le estampaba su nombre preciso con el entusiasmo más propio de los niños o de Dios en sus primeros días de faena creadora ¿Qué carajo había yo estado haciendo durante mis casi cuarenta años de vida? ¿Dormir frente a las cosas sin más? Si era así, entonces Jana padecía de insomnio activo.
Cuando abandonamos el mercado me soltó:
-¡Ya sé! Te voy a llevar a un restaurante que vas a flipar. Es una arrocera espectacular ¡la mejor arrocera de Barcelona!
No le confesé que ignoraba que existieran ese tipo de restaurantes. Iba a quedar ya muy en desventaja: yo, preciado intelectual de izquierda, con mi cultura universal de libros frente a la mujer de mundo y de vida anecdótica. No, eso nunca.
Al principio le costó un poco dar con el establecimiento porque, pensé, «será de esos que por su buena reputación está exento de hacer visible el rótulo en la puerta de entrada» Desde fuera lo mismo era una arrocera que una zapatería o un matadero. Entramos.
Por dentro era distinto. Todo parecía de lujo. Yo percibía el tintineo arrullador de las copas de vino, las telas satinadas de los manteles, la planta esbelta de unos elegantes camareros moviéndose solícitos a través de los pasillos, unos expositores desbordados de langostas y entre todo esto, el fular de gasa estilo hippie de Jana que se agitaba mientras caminaba enseñoreada por allí como si fuera la mismísima propietaria del negocio. Nos sentamos y yo la miré. Su pelo ondulado en mechas negras alborotadas parecía hacer la guerra a los peinados más sofisticados y pretenciosos de las señoras de las mesas colindantes. No sé porqué me vino de pronto a la mente: «¿Y si asaltar los cielos es a fin de cuentas esto?» Entonces Jana pidió una buena paella con marisco. «Para dos y con un buen socarrat» le insistió al camarero.
Nos sirvieron. Sobre la base de arroz, una langosta me escrutaba con sus ojillos azabache. Jana pidió una copa de vino; yo por mi paladar inamovible, un refresco.
La langosta insistía en señalarme con sus pinzas. El momento crítico de su captura parecía revivirse ahora frente a nosotros en su inerte gesto defensivo. Entonces Jana empezó a hacer los honores con el arroz mientras decía:
—Te vas a correr de gusto.
Después cogió la langosta, la desmenuzó, le quitó las pinzas y puso una parte de su carne en mi plato.
Una vez que hubimos acabado todo, pensé que Jana pediría los postres; pero no: sin apuro puso las pinzas en su plato.
—¿Qué haces?—pregunté desconcertado.
—Me las voy a comer—y llevándose la primera pinza a la boca, la quebró sin contemplaciones.
Cuando me fui de Barcelona, me di cuenta, no sin sorpresa, que Elena ya no rondaba por mi mente: me había enamorado perdidamente de Jana; pero también sabía con triste certeza algo: mi exacerbado miedo a vivir no podría colmar nunca el intrépido corazón de Jana.
David Galán Parro |