En silencio, trota. Chillidos de aves se oyen. el resplandor de la iglesia aluza sus pasos. Recuerda su rostro infantil, reflejado ahora en sus hijos. Se aproxima al parque central, a una cuadra se encuentra la escuela que le enseñó a leer. El aroma del pinar le trae viejas imágenes.
Flacucha y breve, sorteó el menosprecio de las niñas mayores. En busca de defensa, se arrimó a la maestra. Sin regalos para ofrecer. Se volvió la mensajera diligente, la primera en entregar sus tareas. Con el tiempo, la aceptación llegó, y un día, las grandulonas la invitaron a jugar. Aquellas amigas que la tomaban de la mano por ser la pequeña, «¿Qué habrá sido de ellas?» se pregunta, evocando la última vez que las abrazó, en aquel baile de fin de año.
El aire fresco le roza la nariz. Al pasar por su antigua casa, oye ecos de la voz de su madre, que la apretaba contra su pecho con amor. Siente el latido maternal y el reclamo de sus hermanas por ser la favorita. Fue la última, la consentida de mamá, la que nunca conoció a su padre, la que las hermanas mayores la tomaron de “traidora”. La ropa que dejaban era tarde o temprano para ella. Un día se dio cuenta que una mirada atenta, paciente podía ayudarla a cambiar las reglas del juego. «no tiene nada de tonta» dijo un día la hermana mayor.
La brisa del amanecer toca sus mejillas, y el griterío de los tordos resuena en los árboles. A lo lejos, la cordillera se tiñe de rosa y la vieja cafetería, con su rocola, evoca a Leonardo Favio cantando "ding-dong, las cosas del amor". Su primer y único amor, que aún la hace temblar. Suspira, recordando el placer de amarlo por siempre con todo su ser.
Sube la pendiente, respirando con dificultad; el sudor resbala. Se ve en su departamento, radiante por su embarazo. Los años pasan; su esposo, obsesionado con el trabajo, apenas nota su existencia y la de sus hijos. La carga del hospital lo consume, y ella, a su lado, descubre el desamor de un hombre perdido en la vida.
Al girar, se encuentra con la mujer que barre, siempre con la misma falda, su escoba de ramas en mano, los ojos fijos en el suelo. Quiere saludarla, y solo levanta la mano. El amanecer aclara los cerros de laja. El sol emerge, pintando las paredes del caserío de un color suave. Respira hondo, luchando por no desfallecer, y con un último esfuerzo, supera la cuesta. Corre como si fuera por inercia, una ventisca con aroma a frutas la envuelve, y en la distancia, el cielo se mancha de bermellón. Por momentos, sus pies parecen no tocar el suelo. En lo alto, una parvada de patos dibuja una estela de luz. El día se abre en todo su esplendor, y ella, sobre el asfalto, corre con renovada fuerza, abriendo la zancada como una cabra que salta desafiando el abismo.
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