El caso de los tres niños
Los tres se levantaron simultáneamente antes de que saliera el sol.
Armaron una muda de ropa, provisiones como para tres días, abrigo y una manta.
Cada uno partió a hurtadillas de su casa y se encaminó con un rumbo que solo cada niño sabía.
El alto mando del oeste conocía perfectamente cuando sería el ataque. Su aliado en un portaaviones en el sur estaba preparado. El agresor estaba ultimando los detalles de su ofensiva.
Los tres niños caminaron todo el día, al atardecer se encontraron en el mismo punto.
La andanada del este era solo una distracción, entre sus misiles volaba uno más mortífero con la capacidad de destruir a su enemigo.
En el oeste, sabiendo del ataque, disparó un solo proyectil con el poder de arrasar completamente a su rival.
Desde el sur, un avión caza se había elevado en el cielo, y, fijando las coordenadas, lanzó su carga contra su eterno adversario muchos kilómetros más al norte de la zona de contienda. Quería aprovechar la conflagración para aniquilarlo.
Los niños se saludaron asintiendo con la cabeza. Uno, mirando al horizonte, orientó su manta sobre el piso, se arrodilló sobre la misma y apoyó la cabeza sobre el suelo. Otro también se arrodilló, agachó su cabeza y juntó sus manos. El tercero, de pie, se cubrió la cabeza con su kipá y levantó la vista con las manos abiertas al cielo.
Los respectivos altos mandos nunca supieron que ocurrió, pero sus misiles de destrucción masiva nunca llegaron a destino. Simplemente desaparecieron.
Los corresponsales de guerra los encontraron reunidos unos kilómetros al este de Jerusalén.
Sorprendidos por sus vestimentas y costumbres se dirigieron a ellos.
- ¿Qué hacen aquí? – preguntó un periodista.
- Rezando – contestaron los niños, cada uno en su lengua.
- ¿A que dios? – preguntó otro no sin cierta malicia.
Los niños se miraron y cada uno en su idioma dijo al mismo tiempo.
- Al Único.
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