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El compás.

La niñez se vive como subirse a un carro en un juego infantil. La rueda gira y uno solo quiere que sea interminable. Al ratito queremos subir de nuevo. Nuestros padres nos prometían que para la próxima visita subiría pero a otro juego, más entretenido. Yo quedaba convencido. En las salidas en grupos familiares si un tío compraba una bolsa con dulce los repartía a cada niño en cantidades iguales o sino quedaba el llanterío. El juego entre nosotros era quien se los come más rápido. Pero era una trampa. Porque apenas los cautos comían los suyos, nosotros sacábamos los nuestros molestándolo hasta hacerlos llorar. Yo utilizaba la técnica de chupar los dulces hasta el infinito. Ahí los primos regalones mal criados me acusaban a su mamá que yo solo los chupaba y no me los comía. Lo insólito es que la tía me retaba. Más cruel era cuando nos compraban un barquillo a cada uno. Yo no lo hacía pero no faltaba el matón que empujaba al más débil para que se le cayera la copa de helado. Igual me castigaban.

Mi padre era funcionario público y vivíamos en unos edificios populares y su sueldo era bajísimo. Yo escuchaba que los ingresos se dividían en tres tercios. El primero era para pagar vivienda, sea arriendo o dividendo, el otro tercio destinado a comida, y el tercer tercio era para lo cotidiano. Ese porcentaje que se habla que para progresar es necesario ahorrar ni hablar. Yo argumentaba que no existe el cuarto tercio.

Eso de no repetirse la vuelta en el carrusel, comprar solo una bolsa de dulces para todos, cuidar el barquillo de helado era una medida de que nuestros padres no tenían más plata para gastar en nosotros. O si no mis recuerdos de mi niñez serían distintos. Mi madre siempre con una bolsa en su cartera para darme dulce cuando yo quisiera, subirme a los carruseles hasta quedar exhausto, comer helados incluso en invierno.

Pero no fue así.

Cuando sentí la pobreza fue para un trabajo especial del curso de artes plásticas donde tenía que llevar el block de dibujo, lápices de colores, un sobre con papel lustre, tijeras, regla y un compás. El block, los lápices, el sobre con papel lustre los tenía, eran los útiles que el colegio repartía a comienzo de año, las tijeras se las pedía a mi mamá, pero me faltaba el compás. Esa noche mi madre recibía el dinero para las compras del día siguiente. Fueron dos billetes. Entre ellos hablaban, el pan, ensaladas y así. Mi madre hacía pucheros porque quería comprar una revista y necesitaba ir a la peluquería. Mi padre la convenció que a fin de mes. Me acerqué y dije que necesitaba comprar un compás. Respiró y noté un cargo de conciencia. Preguntó, ¿cuánto vale el compás? Yo dije la cifra del compás mas piñufla. Mi padre sacó otros dos billetes más de su billetera y dijo, un poquito amenazante, ¡esto es para el compás!

¿Con que cara le iba a pedir a mi madre un helado o dulces antes de almuerzo, si su mesada diaria para cocinar era apenas el equivalente a un compás?

Para la navidad en ese tiempo se compraba al camión, que se estacionaba en la cola de la feria, una rama de pino para árbol de navidad. Algunas vecinas tenían pino artificial que se almacenaba al paso de los años. Eran caros en comparación a una rama natural, por gigantesco que esta sea. “Es que tienen más dinero”, argumentaba mi madre, pero yo calculaba que si duraba diez años a la larga resultaba mucho más barato. Mi madre no entendía esos argumentos.

El decorado era salpicarlo de algodón, emulando nieve, y colgar pelotitas de colores. Pero hacía años que anhelábamos luces, eso si, tenían que ser intermitentes. Las vecinas que tenían árbol artificial lo decoraban con luces intermitentes. Dejaban la puerta abierta de su departamento para lucirlas. “Es que tienen más plata”, repetía mi madre.

Mi padre llegó con un juego de luces. Lo compró en la calle San Diego, en tiendas importadoras. Hizo un tremendo esfuerzo porque todo lo importado era carísimo. Y compró además un transformador que se colocaba en el enchufe para que luzcan el efecto intermitente. Yo preguntaba ¿Y cómo? Me explicaba que dentro de la cajita había una resistencia que al paso de la corriente se calentaba y cortaba el paso por un segundo, dando el efecto de intermitencia.

-Ha, como el intermitente de los autos cuando hay que doblar.
-Exacto, algo parecido. - me refregaba la cabeza, como queriendo desordenar las neuronas.

Mi madre quedaba en shock. Odiaba todo lo técnico.

Rodeó el árbol con el largo cable y lo enchufó. Se prendieron pero no partió de inmediato. “Espera que se caliente” y de pronto comenzó la intermitencia. Nos emocionamos. Apagamos la lámpara del comedor y del pasillo y cerramos las cortinas para evitar la luz del exterior. Mi madre exclamó “Que lindo, ahora podré dejar la puerta de calle abierta”.

- ¿Y ese interruptor que trae el transformador? - Pregunté.
- Ha, ese es para que las ampolletitas queden siempre prendidas.
- ¿Y se lo apagamos?
- Como lo vamos a apagar, si me costó caro el aparato. Más caro que las luces.
- Para ver sin que se prendan y apaguen.

Mi padre apagó el interruptor y las luces quedaron estáticas. Todo era tremendamente didáctico.

Cual fue la sorpresa cuando de pronto las luces comenzaron a pestañar.

Mi padre estupefacto presintiendo algo fue a revisar la caja donde venían las luces. Leyó “Flashing lights for Christmas”

- El vendedor maldito me vendió el transformador sabiendo que el juego era intermitente.

Se arrumó en el sillón y así pasó las navidades hasta el siete de enero, fecha que se desarma el arbolito.

Texto agregado el 15-04-2024, y leído por 62 visitantes. (0 votos)


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