Me llama al móvil. No puede más. Está desbordaba por sus reclamos. Aire, necesita aire.
Intento romper mi somnolencia vital, situarme, empatizar antes de encontrarme con ella: Aquella insaciable reclamadora de amor, de un amor que en vida dice haberle entregado, con su megalomanía, su narcisismo, su ajado orgullo burgués, su clasismo, su xenofobia, su férrea voluntad creadora de sentimientos culpabilizadores y deudores, su terrorismo moral como una losa para enterrarse con ella en vida. Una momia, con sus alhajas y sus avituallamientos para su descenso definitivo al inframundo, y al lado la osamenta de los esclavos que allá partieron aterrorizados con el cadáver aún palpitante de la faraona. Igual. Morir velando a un muerto vivo. Aquella mujer vampiro; aquella mujer vórtice, que quiere que el mundo gire hecho a su medida, que gire para ser devorado por la antigualla de su concepto. Aquella mujer: su madre
¿Y si eso es también ella, la hija? La astilla recomponiendo el palo ¿Y si yo ando con astillas? Vidas astilladas. Trozos de vida luchando inútilmente por recomponerse en algo nuevo, y que luego, cuando se ven recompuestos calcan, sin saberlo o sin aceptarlo, aquello de lo que se desprendieron como astilla… Pero ¿Con qué autoridad moral hablo? ¿Acaso soy yo algo diferente? ¿Algo humanamente inhumano?
—Relájate, ¿Por dónde andas? Sí, vale ¿Dejas a Anita con su amiga, y seguimos nosotros? Vale, relájate,… un café, sí cualquier cosa, sí, claro,…podemos pasear, ya, ya, no está muy agradable, mucho viento, sí, pero…¡Exacto! Ver el mar siempre reconforta, sí, aunque nos trague una ola, sí, ja, ja, ja,… sí, ja, ja, ja,… sí, voy saliendo…
Risa para aplacar la ansiedad o para derrotar la apatía vital que me enclaustra entre cuatro paredes.
La ciudad rezuma cielo, aire, mar. Como ella, también me espera y como ella, siempre me será leal. Su avenida: esa serpiente gris dormida amante de una luna de arena violentada por las olas. Mi pereza, recorre su lomo sinuoso aprontada por los minutos previos a la cita. «Es un hábito recomendable caminar. Atenúa la ansiedad que procura tanto trabajo intelectual. Hay que salir» suele decir mi psicólogo. «Me retraso diez minutos» le escribo «¡Qué raro!» me devuelve. La ironía: viejo bálsamo con el que alegremente toleramos nuestras flaquezas y, a veces, las ajenas.
Se me acerca trémula, contenida. Su silueta se recorta contra la cortina líquida de una fuente que deja tras de sí. Parece emerger de sus aguas. Una mirada vítrea y garza, hace de cualquier otro estímulo, infamia. Crespones rojos desprendidos por sus sienes. Labios mullidos, indolentes, pronto marchitos. El albur de la inevitable rendición de la carne prieta. Quiero abrazarla, tal vez, besarla. Las viejas normas morales, las vidas elegidas o que nos eligieron, encauzando el aluvión de los deseos inconfesos. Ella y yo, aceptadas ya nuestras seguridades, perdidos en esta domeñadora corriente, disecados bajo la untuosa pátina de los hábitos burgueses «Soy un hombre moral, soy un hombre moral, soy un… ¿cobarde?»
* * * * *
En la cafetería, se arranca con palabras como clavos en carne viva… Me encantan los bordes de las tazas de café. Me distraen y me reconfortan en momentos como éste. Bordes receptivos. Bordes, a veces, delatores de labios ausentes. Viejos compañeros reconfortantes, me persiguen desde el apremio materno que me expele hacia la puerta de un colegio. Ahora los llamarían (es época de precisiones), bordes ergonómicos aplicados a bocas sorbentes. No sólo lo que dice el hombre es bueno para el hombre. También lo que hace el hombre con el mundo, moldeándolo para su eterna profanación ¿Y para qué? Para no sufrir, para aliviar sus terrores. Pero ella dice palabras como clavos desclavados antes enterrados en carne viva. Carne viva no mía, suya. Apenas resuena en mí su dolor. Huyo de él como del mío propio (quizá por eso me detengo distraído entre bordes de tazas de café) porque hemos aceptado esa débil promesa, esa debilidad mutua consentida, a la que llamamos amistad para sobrellevarnos, para sobrevivir. Consigno este torbellino de crudas ideas como prueba de que aún palpito. Sangran las palabras. Al fin lo admito: soy mezquino.
—Nunca dejó de hacer su papel. Es victimista y plañidera hasta lo indecoroso. No le doy lo suficiente, dice. La decepcioné, dice, porque Alberto no es un hombre a mi altura; es un hombre que vive de mi posición, que parasita la posición que adquirió la familia a base de años. Si piensa así de él, imagínate lo que pensará de Anita, aunque no se atreva a confesármelo: Un producto de mi arbitrio pasado. Obviamente para Ana no existe su abuela. Y como ella lo sospecha, luego me acusa de haberla puesto en su contra. No encuentro una sola fisura en su alma por la que pueda penetrar algo de sensatez. Es dura, compacta en su podredumbre.
—¿Y qué vas a hacer, entonces? ¿Al final se irá a vivir con ustedes?
—¡Imposible! En mi casa no hay sitio y si lo hubiera tampoco la traería ¿Me entiendes? ¿Quién mete semejante víbora?
—Sí, ya… Pero ¿Qué harás?
Entonces me cuenta que está en espera de que le concedan una plaza en un centro municipal de acogida de mayores. Tiene que modificar algunos datos en el padrón, puesto que, de su época de soltera, aún figuran como convivientes, y la suma de ingresos de ambas impide la admisión. Aún no se lo ha comunicado. Pospone la tormenta que se desatará: «Me metes en un asilo, en una antesala a la cámara mortuoria, en un aceptado matadero, en un rincón de trastos olvidados… Siempre fuiste egoísta… Sabía que llegarías a esto…» Palabras recriminadoras en su boca para flagelar, hasta la extenuación, su consciencia ¿Y qué le queda a ella entonces? Cumplir con la fría obligación que le imponen los lazos consanguíneos vaciados desde su niñez: vaciados de toda ternura. Es hercúlea la tarea y lo sabe.
La miro en silencio. Sonríe en un gesto que parece una bocanada de aire atravesando una ventana abierta: es el hálito de su resilencia frente a las contingencias de la vida. Entonces se dibuja torpemente en mí la duda. Sé que preguntárselo es casi un acto de autoconfesión doloroso que me hago. Quizá por eso es por lo que quisiera dejarla dentro, sepultarla. Pero la duda me quema…
—¿Llorarás… llegado el momento?
Al principio, frunce el ceño y me clava la mirada como ofendida por la exasperante ingenuidad que sólo un estúpido, a estas alturas de la vida, puede sostener. Quizás vibre una primera respuesta equívoca en su interior: un no que quiere ser lapidario. Y así es. Al momento relaja las facciones como si repensara su inmediata respuesta íntima, como si encontrara bajo la dureza, un sustrato blando, antiguo, inquebrantable y redentor.
—Supongo que eso no se elige —sentencia aún pensativa.
* * * * *
Salimos de la cafetería y regresamos para encontrarnos con Anita y su amiga. Al separarnos la contemplo yendo junto a las niñas hacia la parada de guaguas y todo me resulta extraño ¿Y si ella fuera sólo la efímera visión de una mujer madura a cargo de dos niñas esperando con apatía la llegada de una guagua? ¿La despreciaría entonces? ¿Estaría a la altura de mi engaño, de mi destino intelectual trascendente?
Mientras vuelvo a casa compruebo en el móvil algún mensaje acumulado. Como de costumbre mi madre me ha atiborrado el chat personal.
«Que tengas un feliz descanso, hijito mío, y que empieces bien la semana en el trabajo. Ya te lave la ropa y te deje en el congelador algo de comida que hice para que tengas de todo, mi amor. Dime cuando vendrás por aquí a buscarla. Te quiero mucho, muchísimo.»
Soy un aterrado soltero, una veleta al viento, una nave zozobrando, una fruta pudriéndose contumaz en la rama de un árbol.
No le respondo. Me suele pasar.
13 de abril de 2024
David Galán Parro
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