Siempre es posible, aún partiendo de una premisa falta, elaborar una historia. Y este no es el caso. Porque me sitúo sobre una cama de un cuarto de la casa donde crecí. Y para mis pies hay otra con la cabeza de una mujer al borde. Pero ambos no somos dueños de casa, por lo que dependemos de otros. Y es que yo soy un niño y ella una señora mayor.
Cosa que nos libera del compromiso de participar en los gastos corrientes del hogar: jabón, luz, ropas y comidas. Sin embargo, a mi me tocan algunas cosas, como barrer, hacer mandados, cortar yerbas y buscar el agua de la llave pública de la calle ancha. En cambio, la doñita y Yo vamos a la par en un asunto: ¡Comiendo!
Por eso, los dos estamos siempre al tanto del curso de los alimentos y es nuestra actividad básica, velar por el destino final del sazón en los guisos. Y a la hora de servir la comida en los platos, me brindo para llevarle el suyo. Con el plan de pellizcarle su ’tajo’. Por lo que ella siempre me dice: “Pedrito, tú te quieres criar y Yo me tengo que mantener”.
Pero hay un punto que me roba la alegría, por lo cruel: Y se trata de que por las noches algo pasa con el aire que respiramos y que se mueve por los mismos conductos internos de nuestros dos cuerpos. Pero que con ella, cada día sé hace más pesado, más conmigo, se ha empecinado en ser cada vez más veloz.
Lo que no es impedimento para que con los otros adultos, la octogenaria sea alegre y festiva al contar historias. Y creo que hasta llega a ser algo musical. Sin dejar de ser preocupante, que después de comer a grandes trancos, se tienda sobre el largo banco de la cocina y rompa con unos silbidos intermitentes, que solo cesan con un golpe brusco en el seto.
Hasta que una lluviosa mañana desperté sin escuchar su fatiga respiratoria. Pero no fue porque había trasladado su cuerpo al banco de la cocina para esperar el chocolate con la torta amarga. Entonces, un murmullo se filtró por la palizada, para luego trocarse en palabras que me dijeron clarito que ella había sido la madre de la mamá de mi padre.
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