Son poco más de treinta. Están tumbados en el avaro campo en que unas pocas cosas, a medida humana concebidas, les cercan hasta la extenuación: el pedregal lacerante, el monte seco, la altiva encina solitaria, el viento y el polvo incansables, el cielo azul desvaído.
Haciendo llaga ardiente en sus pródigas espaldas desnudas, el sol les hostiga mientras esperan al enemigo.
Desde que su dios creador, el sabio Frestón, los trajo a la vida, desde que los arrancó de las páginas estériles en que se regocija la molicie de tanto lector anodino, desde entonces, nunca se habían enfrentado a un tan digno adversario como aquel que se aprontaba a aparecer en la linea lejana del horizonte, abstraído primero a un mero punto inofensivo.
Andaban ya impacientados cuando lo divisan. Enfebrecidos por el anhelo de la contienda inminente tiemblan sus cuerpos robustos. Ya algunos se yerguen agitando los torsos prietos y sudorosos; ya blanden por encima de sus cabezas horrendas los brazos de casi dos leguas; ya injurian, amenazan y juran la derrota absoluta del único que se les acerca para confrontarles, del único que ansía hacer de ellos despojos vencidos, mala simiente arrasada para el servicio divino en la Tierra.
El punto lejano se aproxima y se bifurca en dos imprecisas figuras humanas casi inapreciables en el reverbero de la tierra ocre.
Una es el héroe que sospechan; la otra, un inesperado acompañante sobre una recua mansa del que no oirían mentar gloria alguna. Se han detenido. Parece que una plática inoportuna les demora. Quizá la prudencia les haga desistir.
De repente el héroe se pone en marcha y se apresta hacia ellos, clavando espuelas al caballo, fijando en el peto la lanza al ristre, apurando la rodela defensora. En sus labios, va mascullando algo parecido a una ferviente plegaria en la que se entremezcla el nombre de una mujer. Ya ven el rostro enjuto y la mirada alucinada del jinete. En la montura, pellejo adherido a un afilado esqueleto cuadrúpedo, el cansancio jadea desaforado en las ijadas.
El otro, el indigno, atrás, no secunda el arrojo. Inmóvil, vocifera clamando imposible cordura al que se precipita al galope. Acaso sabe que la desigual batalla le depara inevitablemente la derrota al amigo.
Al fin, el compañero que está en primera linea recibe la embestida del caballero armado y siente una punzada fría en el brazo. Una lanza mohosa le ha atravesado la carne. Hace el gesto de zafarse del filo hundido y en la violencia astilla el arma y derriba al jinete y al caballo que caen y se revuelven en el polvo sin tomar pie para reiniciar la lucha. Se mira entonces el brazo que le late de dolor y ve unas vetas de madera que le trepan hacia el hombro, engarrotando sus músculos. En el otro brazo, la misma transmutación le va ganando carne arriba, y en las piernas también empieza a operarse el cambio. Sus extremidades se vuelven rígidas a la vez que ligeras. Tan ligeras que ceden a su voluntad y casi flotan en un volteo incontrolado que les procura el viento sofocante. La cabeza, el pecho, el abdomen son ya una misma dureza de piedra que le enraiza al descampado. No entiende. Quisiera gritar pero carece de voz. No le ha dado tiempo de volverse para ver y pedir auxilio a los compañeros, que extrañamente también han enmudecido a sus espaldas.
El sabio Frestón ha vencido muy provisionalmente sobre su enemigo, el idealismo, esa lacra, esa enfermedad que se arraiga en el hombre para hacer llevadera la crudeza de la vida o para instigarlo con motivos que perpetran horizontes imposibles.
Venció urdiendo la magia infame que hizo de un puñado de ingenuos gigantes, cebo. Venció con la promesa falaz hecha a éstos, sus propias criaturas, de que la victoria sobre el hidalgo loco llenaría páginas eternas. Esos pobres gigantes, mártires de su lucha, de sus designios. Cumplido el propósito restaba aniquilarlos.
Los pocos más de treinta que son regresan así resignados al tedio de su real y triste faena: abrevar la tierra labrada y machacar el grano que sustancia el pan.
David Galán Parro
13 de marzo de 2024 |