EL OJO Y EL PENDULO
Martina se llamaba la empleada correntina que venía a casa a limpiar, y nos amaba. Tenía cintura de aymará, rasgos duros, cara de guaraní. Su tonada correntina me gustaba, era divertida.
Mis viejos la fueron a visitar una vez, nosotros quedamos fuera de la casa de cartón embreado. Fue la primera casa que vi, toda de chapas de cartón embreado, paredes y techo, de puerta una tela colgando. Cuando muere el golpeador, borracho pero, por sobre todo: pobre… esposo de Martina lo velan en la casilla y en un descuido de la noche, una rata le come un ojo, y lo tuvieron que tapar con una moneda. Extrañamente, una niña ve a la rata huyendo luego de cometido el sacrilegio, y le cuenta a su madre que le faltaba la mitad de la cola…
Martina transpiraba. Mucho. Como aceitoso… olía raro. Siempre me preguntaba por qué los perros huelen a los pobres y empiezan a ladrarles. Aunque no me lo puedan creer empiezo a entender en este momento: yo también transpiro feo en determinadas circunstancias, y a veces grasoso. Me baño dos y hasta tres veces por día. Me parece que si no tuviera agua corriente en mi casa… sería ladrado por los perros yo también.
Esa vez, no había nada en el rancho que mereciera un comentario. Papá mira el reloj, un hermoso reloj de péndulo y cometió el error de alabarlo. Al otro día tempranito llega Martina con un envoltorio de papel de diario viejo bajo el brazo…
…no hubo fuerza sobre esta tierra capaz de hacer recular a la Correntina como para que no nos regalara lo único valioso que había en el rancho.
Ese reloj anduvo muchos años, pero cuenta papá, que siendo nosotros todavía chicos, un lluvioso día de invierno, dejó de funcionar. Imprevistamente. Papá estuvo meses buscando quien pudiera repararlo porque ya habían muerto todos los mecánicos de relojes a péndulo, pero finalmente consiguió a uno, muy lejos de casa. Viajó hasta allá para dejarlo, y volvió. Tuvo que viajar otra vez para retirarlo, y para colmo, con la mala nueva de que no tenía arreglo. De vuelta a casa, con el reloj mal envuelto en el baúl del auto, en uno de los tantos pozos de las polvorientas calles del conurbano, se produjo el milagro. Mientras papá continuaba manejando, empezó a escuchar las campanadas. Paró en seco, bajó, abrió el baúl y vio como el reloj había empezado a funcionar. Llegó a casa y simplemente lo colgó en la pared por las siguientes décadas.
Pero el tiempo pasó, papá se mudó a una casa más chica, yo me casé, papá ya no manejaba y el reloj dejó de andar. Un día me acordé de esa relojería por la calle Uspallata del viejo Parque Patricios. Esta vez fui yo el que lo llevó a reparar al joven relojero Luisito, que parecía detenido en el tiempo. Pacientemente le hizo todos los bujes nuevos en bronce. Temí que en el viaje en el baúl del auto, sucediera una desgracia, pero no. Lo entregué en manos de papá quien lo tuvo hasta que falleció.
Hoy está en una lujosa casona de Coghlan.
Martina enloqueció de grande, y una de sus patronas, que la quería más que nosotros todavía, se la llevó a vivir a su casa. Pero ya de grande, se puso agresiva. La patrona era anciana y menuda, Martina conservaba las fuerzas del monte, y mantuvo atemorizada a la dueña de casa hasta su muerte.
No recuerdo quien murió primero, si Martina o Inés Defina.
La muerte es implacable, pero las ratas solo atacan a los pobres…
En la villa, el hambre arrincona a la muerte en una esquina, la muerte tiembla, y a lo lejos, huye una rata con la cola mordida…
En mis sueños sigo viendo esa cara, con una moneda en su ojo.
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