A los once años, mi abuela paterna me envió a un taller de zapatos situado a dos esquinas de mi casa: el del señor Niño Miéses. Y el maestro de corte elegido fue Purito, un cliente desde chico de la barbería de mi abuelo. Y arrimado a su mesa de trabajo conocí a un adolescente oriundo de un campo de Santiago, quién por poco tuerce mi historia.
Y fué que al salir del trabajo, ámbos tomamos la calle Restauración hasta llegar a la Ancha, él para dirigirse al Este y yo para el Oeste. Es decir, que sólo caminamos juntos una manzana. Pero que fué suficiente para que sé iniciara una discordia. Qué casi devino en una desgracia.
Y los dos salíamos aquel día del cierre de una jornada corta, pero al avanzar hacia la calle Ancha, el adolescente comenzó a tirarme de la camisa, provocando que mi cuerpo sé estrellara contra el suyo. Cósa qué, además de dolorme, me desagradó bastante. Y brúscamente desprendí la manga derecha de mi camisa de sus manos y emprendí una carrera en dirección a la calle Mella.
Pero mientras corría escuchaba su burlona carcajada, interrumpida sólo por el grito a toda voz de la frase: 'Cobarde, Péro Compé', qué era una deformación de mi nombre y de mi apellido. Entónces frené, me agaché y recogí del suelo algo parecido a una piedra pómez. La cuál lancé hacia atrás, sin mirar el viaje que iniciaba ella, entre el follaje de los viejos árboles que hacían una sombrilla al centro de la amplia vía.
Y que jamás pude ver en todo su trayecto; cómo tampoco la vió llegar el adolescente, cuyo grito me hizo acelerar la marcha, hasta llegar a la calle Papi Olivier. Dónde viré a la derecha para entrar en la casa de mi abuela. Seguí directo para el patio y me olvidé del hazañoso que 'fingía' gritar. Pero cuándo jugaba a treparme en un cocotero semi-horizontal, mi abuelo con extraña voz, me anunció que me procuraban en la sala del rancho.
Y fuí sin imaginar, pero montado sobre la inocencia, que sería sorprendido por dos policías y el adolescente con su ojo derecho salpicado por un líquido rojizo. Qué, luego de pasar diez minutos, gemía en el cuartel policial del pueblo. Y, con horror, oí epítetos, conjeturas, amenazas y propósitos que les ponían nombre a mi posible futuro hogar. Pero pasado un rato, ¡para mí eterno! Un agente con una mano asida a mi correa, me sacó a la calle.
La qué cruzamos y ya sobre la acera opuesta de la 27 de Febrero, avergonzado y lagrimeando ví acercarse a mi madrina(doña Aurora), educadora de orígen español, quién me interpeló: ---Pedrito, ¿qué há pasado?--- Y con entrecortadas palabras le dije lo qué sabía. Y élla me formuló otra pregunta: ---¿tús padres ló saben?--- Entónces, después de mi respuesta negándolo, sé volteó para caminar en la dirección opuesta a la que iba.
Y a la tercera cuadra andada con el policía, apareció mi padre muy bien vestido. Y el agente soltó mi correa. Y así, suelto, subí con éllos a lo que me pareció era un juzgado. Dónde, algún tiempo después, también muy bien vestida, entró mi abuela. La qué sé unió a mi padre y ambos a los responsables del adolescente. Dándo inicio, entre éllos, un corto conversatorio. En medio del cuál, voltearon a verme lloroso y abatido.
Hasta que, de repente, un juez bajado del estrado, sé me acercó. ¿En qué grado estás? ---Me preguntó---. Apénas, musité: ---acabo de pasar al quinto---. Y él desenvolvió un pliego de papel, lo achicó de suerte que apareciera sólo el fragmento de un párrafo y me dijo: ---léa ésto--. ---Y yo con entrecortada voz lo hice: "Yo, quién subscribe, doy fé y testimonio de que..."--- Entónces, con un descendente movimiento de su brazo derecho, me hizo callar. Y pasados varios segundos, junto a mis parientes, inicié el descenso por las escaleras rumbo a mi casa.
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