Como un río que corre hacia el mar
y recoge consigo los escombros del camino,
de cada ruptura, de cada quiebre en la mirada,
en el alma, en el ser
que los tormentos confusos y tempestades de ira
fueron dejando regados
en el caos de su ironía,
de su remordimiento,
del suplicio,
del haberse visto derrotados de humanidad
en cuestiones materiales tan elementales,
pero cubiertas por la espesa niebla;
de pantallas, luces, ámbares y azules,
de curvas peligrosas,
de cavernas del deseo,
de cárceles estelares,
maestros titiriteros de una carne cruda,
de una coraza hecha de temor contra las lágrimas,
contra el avistamiento del infierno en la tierra,
de cada ruptura de fronteras divinas,
a cambio del pan
a cambio de la anestesia
que duerme a las almas del dolor de la pasión
y de todo aquello que escoge la vida antes que el mundo;
aquella niebla roja, frágil y rota,
efímera, sin sentido, pesada
y atorada en el olvido,
que va dejando pedacitos de puente,
de ladrillo, de ala rota,
de pintura inconclusa,
que descienden en su agonía
en el torrente enriquecido
de aquel que peregrina
Como un río que corre hacia el mar...