A las 6:10 un hombre de unos cincuenta años bajó del tren junto a un grupo de trabajadores ferroviarios. En el cielo claro apenas se desparramaban unos cirros anaranjados. Paró la bicicleta en el andén, se sacó la mochila del hombro y se sentó en un banco a fumar un cigarrillo. Llevaba la caña de pescar de dos tramos y la red de mano atadas a la bicicleta. Los otros reían y hablaban mientras salían de la estación. La locomotora demoró unos minutos antes de arrancar y el hombre siguió con la vista el tren con su bocanada de humo hasta que desapareció. Cuando terminó el cigarrillo se colgó la mochila en la espalda y anduvo a pie aferrada la bicicleta por el manubrio con ambas manos, cruzó las vías por el paso a nivel ya en medio de un silencio solamente alterado por sus pasos sobre las piedras y el matraqueo apagado del piñón. Del otro lado un camino de ripio corría paralelo a las vías, allí montó y después de pedalear unos trescientos metros el camino se abría apenas en diagonal: a su izquierda las vías y a su derecha el pastizal tras un viejo alambrado para animales. Anduvo unos seis kilómetros entre pastizales y bañados de un flanco y el terreno más elevado del ferrocarril del otro hasta una hilera de eucaliptos donde las vías hacían una curva hacia su izquierda. A pocos minutos de dejar atrás la arboleda giró a la derecha por un sendero irregular de tierra seca con lamparones de barro marcado por huellas de animales y de neumáticos. Ahora tenía a su derecha una zanja de desagüe que venía desde atrás, desde la ruta más allá de las vías, un canal recto, angosto y relativamente profundo que aún tenía bastante agua. Lo sorprendió una nube de mosquitos y tuvo que sacar el repelente en aerosol de la mochila. Aprovechó el momento para cambiarse las zapatillas por unas botas de goma. Del lado izquierdo unas vacas lejanas y bastante más atrás apenas se distinguía una arboleda y algunas construcciones. Anduvo con cuidado atento al suelo varios minutos hasta toparse con una tranquera cerrada. Allí había que desviarse otra vez a la derecha siguiendo el alambrado, así que paró la bicicleta, tanteó la profundidad de la zanja con un pie y comprobó que las botas eran inútiles. Se las quitó junto con las medias y las lanzó del otro lado antes de meterse en el agua, que le llegaba hasta arriba de las rodillas. Dejó la mochila con las botas y volvió por la bicicleta. Después de cruzar se sentó en el suelo y estrujó como pudo las botamangas, guardó las medias y se puso nuevamente las botas de goma. El sendero esta vez era un rastro humano entre el monte lo suficientemente bajo como para ver el panorama a cierta distancia apenas interrumpido por arbustos y espinillos. Ahora arrastraba la bicicleta hacia el norte a campo traviesa entre charcos mientras recogía algunas ramas secas que fue enganchando en la parte trasera del rodado. Unos mil metros después pudo ver el espejo plateado que hacía la laguna. El terreno era más liso con hierba corta, anegado durante el invierno y ahora hacía un barro más o menos consistente. Paró la bicicleta y se acercó lo más que pudo al juncal.
El sol formaba su sombra y el hombre se puso un gorro con visera. Eligió un lugar donde el terreno se elevaba raso entre los pastos marrones muy cerca de los juncos de la orilla y dejó ahí todas sus cosas. Encendió un cigarrillo sentado en la tierra junto a su mochila. Armó la caña de pescar con el reel y enganchó un señuelo de flote con su leader de acero en el mosquetón. Se quitó las botas y las reemplazó por alpargatas de soga. También se enganchó al cinturón el cuchillo con su funda de cuero y la red de mano antes de caminar entre los juncos de la orilla varios metros hasta donde el agua se hacía más profunda y era oscura y transparente como un jarabe y sus pasos hundido hasta la cintura levantaban una nube gris. En la superficie podían verse las hojas de las elodeas y un cardumen considerable de alevines que nadaba entre ellas. El hombre se tomó su tiempo antes de lanzar el señuelo lo más lejos que pudo en el espejo limpio y liso, y recogió la tanza con el reel lentamente y dando tirones con la caña, lo que hacía imitar el señuelo el desplazamiento de algo vivo como una rana en la superficie. Hizo varios lanzamientos sin ningún pique, tampoco vio en el agua borbollones u otros movimientos bruscos que delataran a los peces. Entonces volvió adonde sus cosas, se quitó las alpargatas y encendió un fuego para calentar agua que extrajo de la laguna en una pava de aluminio. Eran pasadas las 10 cuando preparó el mate y se quitó la campera de jean y el chaleco y se arremangó la camisa. El cielo brillaba celeste y profundo y seguía limpio y del fogón salía apenas un penacho de humo claro que se azulaba a la luz del sol emanando un aroma suave a espinillo y el hombre acompañó el mate con galletas hasta terminar la pava sentado en el suelo con el pantalón azul marino mojado hasta el cinturón. Después de un cigarrillo volvió a la laguna con su caña y su cuchillo y su red esta vez moviéndose más por afuera del juncal donde se topó con un árbol de escaso follaje y escuchó que algo se movía entre los juncos, dos, tal vez más animales que alborotaron la vegetación y el agua fuera de su vista y caminó hacia allí tal vez por curiosidad, y cuando hubo recorrido unos cuantos metros hasta el límite de los juncos donde las plantas flotantes se disponían a modo de césped uniforme sobre el agua quieta no hizo buen pie y se hundió hasta el pecho y el frío repentino lo estremeció y el estremecimiento le deformó la cara, enseguida se aferró a los juncos para recobrar el equilibrio y subir esa especie de escalón que hacía la orilla de pasto flotante desde el que había caído, pero resbaló con las piernas hacia un costado y quedó sentado en el fondo con la cabeza sumergida y la caña de pescar aún en la mano izquierda. Como pudo se incorporó hasta recuperar la vertical y avanzó con el agua al pecho rodeando el juncal unos cuantos metros hasta una zona baja donde las alpargatas de soga se hundían en el piso blando y levantaban una nube gris de fango tras sus pasos y halló un tronco caído que hacía una especie de muelle y salió a tierra firme.
Encontró despejada la costa como si alguien hubiera desmontado y alisado el suelo alguna vez; a unos pocos metros de la orilla se erguía un sauce del que se desprendió un grupo de pájaros espantado por la presencia humana. Se sentó en el suelo, se sacó la camisa y la estrujó para quitarle el agua, enseguida la colgó de una rama junto con el gorro mojado. Desde esa posición no podía ver el lugar donde quedaron sus pertenencias, solamente la copa de su árbol de escaso follaje. Se dirigió hacia allí entre la maleza y después a su campamento y volvió con las cosas. Era un buen lugar para quedarse. Esta vez armó una línea con una pequeña plomada y un anzuelo y eligió de carnada una masa casera. Hizo un agujero en la tierra húmeda de la orilla con un palo. Lanzó la línea unos veinte metros e introdujo la caña de pescar en el agujero de modo que quedara vertical. Tensó el sedal con unas vueltas de manivela, aflojó el carretel del reel y fue a pararse a la sombra del sauce. Consultó el reloj pulsera y se agachó para sacar algo de la mochila cuando oyó la chicharra del carretel. Vio la caña combada y se apuró hacia allí, la levantó y dio un fuerte tirón hacia atrás; el reel volvió a chillar; la tanza seguía saliendo del carretel y el hombre ajustó apenas la estrella, de modo que el pez del otro lado padeciera mayor resistencia en su corrida y el anzuelo se clavara con firmeza. Lo dejó ir unos segundos y logró recoger después varios metros tanteando la fuerza. Era uno grande. Sostuvo la caña con la izquierda en la manivela manteniendo la tensión, dando tirones hacia atrás y recuperando línea en el movimiento de volver la caña hacia delante para ganar metros y no disminuir la resistencia. Cuando todavía invisible el pez se encontró en agua poco profunda inició una violenta huida hacia adentro y levantó barro gris y movió plantas y el hombre tuvo que ceder unos cuantos metros de sedal. Detrás de él había quedado la red de mano, así que tuvo que alejarse del agua despacio unos metros caña en mano y liberando hilo sin aflojar la tensión hasta que la levantó con la izquierda. Con la red se metió en el agua hasta las rodillas y la clavó por el mango al suelo junto al tronco semisumergido. Durante unos minutos trabajó al animal con cuidado, cediendo metros de tanza y recuperándola sin forzar demasiado el reel, jugando con la resistencia de la delgada y flexible vara de fibra de vidrio y la estrella del tambor hasta que pudo ver la ancha cabeza del pez y sus ojos y su boca anaranjada con el anzuelo clavado a un costado, una carpa gorda de unos cincuenta y pico de centímetros ya cansada cerca de sus pies varada en el barro gris a una profundidad que no le permitía nadar. Sostuvo la caña con la mano izquierda, levantó la red con la derecha y con unos pocos movimientos logró embolsar al pez y sacarlo a tierra firme.
Con cuidado el hombre desclavó el anzuelo. La carpa boqueaba y se sacudía en el suelo y sus escamas brillaban con el sol. Se la quedó mirando unos segundos antes de levantarla con ambas manos y devolverla a la laguna. Después fue hasta el sauce y se puso la camisa aún mojada y el gorro. Volvió a encarnar el anzuelo con pasta y lanzó la línea al mismo lugar. Repitió la secuencia de colocar la caña en el agujero y aflojar la estrella del reel. Encendió un cigarrillo, se sentó en la parte seca del tronco, se quitó las alpargatas de soga y estiró las piernas. Lo sorprendió una bandada de cotorras verdes que sobrevoló el sauce, las aves rodearon el árbol sin detenerse antes de desaparecer. Fue hasta la mochila a buscar una botella de agua, bebió unos sorbos y la dejó en su lugar, volvió a la orilla, sacó la caña del agujero y caña en mano se sentó en el tronco. Entonces hubo un siseo y una explosión sorda y enseguida los perdigones golpearon primero los juncos y después el espejo de agua a unos diez metros de su posición; el hombre comprendió enseguida y se agachó sobre el tronco y la caña de pescar quedó en posición horizontal todavía en su mano izquierda. Segundos más tarde oyó voces que se aproximaban y lanzó un grito como para delatar su posición; después del grito las voces callaron y oyó entonces golpes en la maleza, el desplazamiento de más de un individuo que se le acercaba. —Acá —gritó con la cabeza casi apoyada en el tronco y la vista hacia atrás, levantó un brazo y agitó la mano en el aire. Esperó en esa postura sin moverse hasta que vio surgir del monte a dos muchachos de unos veinte años, tal vez menos.
Ambos llevaban una mochila al hombro; uno una escopeta y el otro un machete. El de la escopeta era morocho de tez oscura y lampiña con el cabello muy corto, más bien alto y delgado, vestía pantalones azules y una remera de mangas largas gris arremangada hasta los codos. El del machete era rubio de ojos celestes, casi grises, con el pelo rizado hasta los hombros que le llovía sobre los ojos, también lampiño, llevaba remera blanca de mangas cortas que dejaba a la vista el bronceado parejo de los brazos y jeans celestes. Recién cuando el hombre los tuvo cerca y parados delante de él volvió a sentarse como estaba.
—Nos disculpe, jefe. Este no sabe tirar —dijo el rubio, y giró para hablarle al otro: —sos boludo, che, mirá si le pegás un tiro al amigo acá.
—No lo vimos, don. Acá nunca hay nadie —dijo el morocho. Ambos se veían sorprendidos o preocupados.
—¿Está solo? —preguntó el rubio parado junto a la bicicleta.
—Buen día, muchacho. Sí. Vine solo para estar más tranquilo.
—Me parece que acá no dejan pescar.
—¿No le da miedo estar solo acá? —dijo el morocho enseguida. Levantó la escopeta y se la apoyó en el hombro con el cañón hacia arriba.
El hombre no dijo nada.
—Tampoco se puede cazar —le dijo el rubio al morocho—. Pero igual nosotros no vinimos a matar nada, ¿no?
—¡Claro! ¡Qué vamos a matar nosotros acá! —dijo el morocho.
—Callate que casi más le pegás un tiro al hombre vos, no te hagás.
—Bueno. No pasa nada. Todo bien —dijo el hombre. Dadas las posiciones de los otros no podía encarar a los dos al mismo tiempo—. ¿Son de por acá?
—De allá. —Con la vista fija en el hombre el rubio señaló con el machete algún punto detrás de sí.
—Cerca del casco de la estancia —intervino el morocho—. Nos gusta venir por acá a pasear.
El rubio clavó el machete en el suelo y se agachó como si quisiera ver algo en la bicicleta, pasó los dedos por la cadena. —Linda bici —dijo—, una todoterreno.
—Tiene sus años ya.
—¿A cuánto está una de esas? —dijo el morocho.
—Ni idea. La tengo hace mucho.
—Unos cuantos mangos debe salir —dijo el rubio.
—Pero qué sabrás vos de bicicletas —dijo el morocho—. Dejá hablar al hombre, che.
—Más que vos de escopetas seguro. Casi más le pegabas un tiro.
—Se está re tranqui acá, ¿cierto? —le dijo el morocho al hombre.
—Sí. A esta hora empieza a joder el calor nomás. Cuando cae el sol los mosquitos.
—Es el mejor lugar, ¿o no? —insistió.
—Eh, loco, qué sos, policía —intervino el rubio—. Dejá de preguntar, che.
—No hay problema, muchacho —dijo el hombre.
—¿Ves? Dice que no hay problema. Qué te metés vos.
—Si seguís hablando va a preferir que le pegués un tiro con tal de no oírte más —dijo el rubio y se rio fuerte—. Usted porque no lo conoce al pescado este —le dijo enseguida al hombre.
—Igual yo nunca vengo solo por acá, por eso hoy me traje a este salame —interrumpió el morocho—. Si te pica una víbora por ahí te morís y recién a los meses con suerte capaz te encuentren —ahora le habló al rubio—. O capaz que no, ¿no?
—No pasa nada con las bichas. Qué lo querés asustar, che. Más miedo da la gente.
—Qué asco de animal la víbora —dijo el morocho.
—La bardean, te cagan a palos, te roban; nunca sabés qué te va a pasar con la gente que no conocés y no podés esquivar —dijo el rubio. Se incorporó y levantó el machete con la derecha.
—Veo que no se embarraron —dijo el hombre.
—¿Que qué? —dijo el morocho.
—Las zapatillas. Tienen las zapatillas limpias ustedes.
—Ah sí. El que conoce acá no se embarra —dijo el rubio otra vez entre risas.
—Se mojó. Viene de lejos —le habló el morocho al rubio y señaló al hombre con la cabeza.
—¿O no que viene de lejos? —le habló al hombre el morocho ahora.
—Me acerca el tren sí.
—Y se vino de la estación con la bici.
—Con la fresca, sí. Ahora estaría feo pedalear.
—¿Hasta cuándo se queda? —El rubio se acercó al hombre, a la orilla.
—Hasta que baje el sol.
Corría una brisa que apenas movía el agua oscura. El sedal que brillaba con el sol como una telaraña formaba una leve comba desde la puntera de la caña hasta hundirse y en un punto lejano flotaba en apariencia inmóvil un grupo de aves.
—Acá es profundo —dijo el rubio al hombre—. Dice mi abuelo que hacían maniobras los milicos en los setentas y que hay muchos pozos en el agua por las bombas que tiraban.
El morocho caminó hasta la orilla a unos metros del hombre, apuntó la escopeta hacia las aves flotantes, acomodó la vista en la mira y el dedo en el gatillo como si fuera a disparar. Entonces el hombre, siempre sentado, prestó atención. Ahora tenía al rubio a la derecha y al otro a la izquierda. Durante unos largos segundos solo se oyeron trinos de pájaros hasta que el muchacho bajó el arma.
—Ah re concentrado el francotirador.
—Sos capaz de tirarles vos —dijo el rubio y volvió a reír.
El otro se alejó un poco del agua. —Están muy lejos —dijo.
—Parece que no hay pique —dijo el rubio.
—¿No le sobra un cigarro, amigo? —el morocho le habló al hombre, que tuvo que girar otra vez el torso para localizarlo.
—No tengo, muchacho.
—Pero tenía hace poco —dijo el morocho, se agachó y movió con un dedo una colilla blanca en el suelo—. Está recién fumado este —dijo.
—Eh, loco, no me digás que encima no te trajiste puchos —interrumpió el rubio—. ¿Qué onda? ¿Qué sos, loco? ¿Detective privado, la gorra?
—Nomás para charlar un rato, chabón, acá con el amigo. No te amotinés, ¡dale!
El hombre no dijo nada. El joven se incorporó y se acomodó la mochila con una mano.
—Pero lo garroneaste de una al amigo, che. Más respeto. Qué se va a pensar de nosotros. ¿No querés que te cebe unos mates también?
—No me gusta el mate.
—Bueno me entendiste.
—¿No tomás mate? —intervino el hombre con cierta expresión de asombro o de simpatía, tal vez incómodo porque el otro se movía detrás de él o en un intento de encauzar el diálogo.
—Eh, amigo, no se vaya a creer que uno porque es de por acá tiene que tomar mate, eh, y andar a caballo y plantar soja y levantar tomates —dijo el morocho.
—Mirá quién lo dice, un negrito con una escopeta al hombro —dijo el rubio, siempre entre risas—. A que no tenés cara de rastrero también, indio comanche.
—Epa, no es para tanto —dijo el hombre.
—Siempre me vacila el logi este. Se piensa que porque es así cara de manteca nadie va a pensar que es mala gente nomás porque tiene ojitos de perro esquimal y esa fachita de gringo que no entiende nada.
—Pero quién te va a venir a robar acá —dijo el rubio con el machete en la mano.
—No te vayás a creer. Yo no andaría por acá solo sin algún fierro.
—¿No se trajo un fierro? —preguntó el rubio al hombre.
—No, muchacho. Para qué voy yo a tener armas.
—Ves. El hombre no tiene fierro y está solo —dijo el rubio.
—Eso porque seguro no le pasó nunca nada y no sabe.
—Eso porque es más de la ciudad, más rescatado todo, más ordenadito.
—Pero en la ciudad también te roban, amigo. ¿Qué decís?
—Pero hay más policía y más gente en la calle. No como acá que nomás te cruzás los cuises y los sapos. Por suerte.
—¿O no que en la ciudad está lleno de choreo? —dijo el morocho al hombre.
—Y… no sé si para tanto. Algo siempre hay sí.
—Pero la gente no anda por la calle con una escopeta —dijo el rubio.
—Porque no hay bichas como acá —dijo el morocho.
—Y dale con las bichas vos.
—Son un asco, son malas y traicioneras. Malas y traicioneras son. La yarará es venenosa, de una que te caga mordiendo.
—Peor las cucarachas en la pieza.
—Pero esas no te hacen nada.
—Qué boqueás, salame. Te cagás todo igual vos.
El morocho fue a pararse bajo el sauce. Ahí mismo estaban la mochila y demás pertenencias del hombre. Manipuló la escopeta con ambas manos como si no supiera bien qué hacer con ella y la sostuvo en posición horizontal a la altura de las rodillas, apoyó la espalda en el tronco, todo esto fuera de la vista del desconocido.
—¿Y? ¿Qué hacemos? —dijo.
—No sé. Qué querés hacer —contestó el rubio.
Con movimientos lentos el hombre sacó su cuchillo de su funda con la mano derecha y lo ocultó en el suelo entre las piernas mientras con la izquierda sostenía la caña de pescar. Se acomodó el gorro y vio que el rubio hizo una seña con la cabeza al otro, un gesto de los que se hacen para reclamar atención, alcanzó a ver un movimiento silencioso en los labios del muchacho como la mímica de una palabra que hizo asomar los dientes y los ojos celestes abiertos de par en par con las cejas levantadas enfocados a un punto detrás de él por una fracción de segundo.
—Nos vayamos —dijo después de un silencio el morocho bajo el sauce. Entonces el otro caminó lento hasta él con el machete apoyado de plano en la mochila sobre el hombro derecho. El hombre metió la caña en el agujero y en el movimiento de pararse levantó el cuchillo, que a la vista de los otros colocó en su funda.
—¿Se queda hasta que baje el sol nomás, maestro? —dijo el rubio.
—Es la idea, muchacho. A ver si viene el pique porque si no se hace aburrido. —Se llevó las manos a la cintura.
—Suerte con eso —dijo el morocho.
—Me disculpa al salame este por el tiro.
—Zafá de ahí, loco. Ya fue eso —contestó el morocho mientras daban los primeros pasos ya de espaldas al otro, y en esa lenta retirada se oyeron también los machetazos como un eco hasta apagarse todo por completo.
El hombre recogió rápido la línea para levantar lo máximo posible el plomo del fondo y evitar enganches. Dejó la caña apoyada en el árbol y sacó de la mochila su vianda. Para cuando acabó el almuerzo la ropa estaba seca; el calor se hacía sentir y el sauce apenas temblaba sobre su cabeza. Después de un cigarrillo se puso las botas de goma y enganchó del mosquetón una cuchara giratoria más bien pequeña, como si hubiera desistido de presas grandes. Hizo unos cuantos lances en ese mismo lugar, en algunos la cuchara pudo realizar un trayecto más o menos interesante bajo el agua hasta engancharse en las elodeas. Después de sacar plantas en el anzuelo sin ningún pique decidió probar en otro lado. Volvió por afuera entre el pastizal hacia el este, hacia su primera posición, y siguió varios metros más antes de internarse en el juncal. Observó el panorama y siguió en la misma dirección entre los altos juncos hundiendo las botas hasta que lo detuvo un movimiento en el suelo. Una culebra marrón de más de un metro zigzagueaba cerca de sus pies de izquierda a derecha; entonces apoyó la caña sobre los juncos, sacó su cuchillo, se agachó lentamente sin mover las pantorrillas y la cortó en dos de un golpe seco a unos diez centímetros de la cabeza y vio cómo ambas partes del animal se movían; abría y cerraba la boca con los ojos negros abiertos; y después de apreciar la escena unos segundos con el plano del cuchillo hundió la parte de la cabeza en el agua y la sostuvo y en ese claro de agua quieta y brillante como un espejo de sombra se vio entre destellos de luz los ojos bajo las tupidas cejas, la nariz, los labios que levitaban sobre el barro como si su propia cara estuviera deslizándose apenas y viéndose. El hombre se distrajo con eso hasta que la cabeza de reptil dejó de abrir y cerrar la boca y después se incorporó, guardó el cuchillo en su funda y alzó su caña de pescar mientras el resto de la víbora todavía se retorcía con el vientre blancuzco hacia arriba entre los tallos anegados como una lombriz aplastada ahora por una bota de goma.
Al final de los juncos varias gallaretas levantaron vuelo en una explosión espantadas al ras del espejo de agua que visto desde cierto ángulo encandilaba al hombre por el sol de la tarde; entonces se llevó la mano derecha a la frente por reflejo como si no tuviera ya visera el gorro. Con dificultad lanzó la cuchara, que esta vez cayó sobre vegetación sumergida a poca profundidad, y tuvo que arrastrar con cuidado un manojo de plantas hasta la orilla y liberar de eso la línea. Dio un paso hacia el claro de agua para lanzar de nuevo, ahora hacia su izquierda, y al apoyarse en el pie derecho se hundió en el suelo y se le llenó de agua la bota, lanzó de todos modos y la cuchara llegó bastante lejos, y hubo un borbollón muy cerca de donde cayó mientras él retrocedía sobre su talón izquierdo y se tambaleó y en su tambaleo alcanzó a asegurar la línea con la mano izquierda sobre el pick up del reel, un movimiento torpe y rápido en un chapoteo involuntario hasta que controló el cuerpo con ambas piernas flexionadas y al enderezarse sintió el tirón fuerte en la caña, respondió con un golpe seco, la mano izquierda en la manivela; la vara se arqueó demasiado y para cuando el hombre logró aflojar la estrella del reel se enderezó de golpe. Se lamentó en voz alta. Tal vez con un señuelo más grande, uno de flote. Recogió la línea y la cuchara volvió a engancharse con las plantas cercanas. Observó el panorama sin moverse, una especie de península a unos ciento cincuenta metros, doscientos como mucho, al final de lo que parecía un matorral seco hacia su derecha.
Ni bien salió de entre los juncos a tierra firme el hombre vació de agua la bota. Anduvo por el pastizal unos cuantos minutos intentando orientarse con el sol como única referencia. Su península debía de estar hacia el norte y la laguna a su izquierda aunque no podía estar seguro de todo esto. Sintió una rama seca crujir bajo la bota y vio pasar una sombra lenta entre los yuyos, un carancho que planeaba no muy alto. Siguió inmóvil la silueta del ave que se desplazaba en su misma dirección, podía distinguir las puntas blancas de esas alas, las patas estiradas hacia atrás, las garras juntas bajo las plumas de la cola deslumbrado por la profundidad oscura y brillante del cielo, y al bajar la vista lo sorprendió algo adelante imposible de precisar con claridad blanco y fugaz entre el verdor amarronado del panorama por una fracción de segundo a una distancia considerable en un punto donde el plano del pajonal se interrumpía por tres espinillos cercanos entre sí. Se desvió de su rumbo hacia la derecha atento a esa ubicación entre los árboles como para observar desde otro ángulo, tal vez desde donde el pastizal fuera más bajo. A unos cincuenta metros se topó con un rastro de planta rota y pisoteada. Dejó la caña en el suelo y avanzó agazapado unos cuantos pasos lentos. La remera blanca del muchacho, eso debía de ser, la melena rubia rizada cerca del suelo como la silueta de alguien que se oculta, como otro de él entre el pastizal. Se arrodilló y llevó la mano a la cintura, al cuchillo, y miró a su alrededor. Apenas se movían las puntas de los yuyos más altos. Giró sobre sí mismo para asegurarse de que no hubiera nadie cerca y al volverse vio clara una silueta, un cuerpo sin ropa y oscuro y levantar los brazos el rubio, vio cuatro brazos arriba como brotando del suelo entre los pastos a la sombra y que los brazos más oscuros liberaron el torso de la remera blanca antes de esfumarse entre la maleza.
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