Ya en el duodécimo día y cuando no sabíamos qué más hacer pasó que como por arte de magia apareció la panadera. Creo yo que fue el día doce; pudo ser el decimotercero o decimosexto que daba lo mismo, que la playa se había convertido ya en una rutina ridícula y barullera y ninguno de nosotros parecía estar cómodo con todo eso que sucedía como si nada mientras miles de millones de acciones se desenvolvían mecánicamente alrededor, que Ceci sentada en su reposera pegada a la mía me hacía la paja bajo un toallón en medio de la gente con su mano más torpe, es decir la derecha, que para mí era su mejor mano y ella lo sabía, que yo me reclinaba en un buen ángulo de, por decir, ciento cuarenta grados con mis anteojos espejados puestos que —decía Ceci— ayudaban a disimular mi cara de idiota durante el asunto, que apostábamos a cuánto duraba yo, que ella reía como una loca al final y enseguida se olía los dedos mojados antes de secarlos en mi toallón y encenderse un cigarrillo o un porro, que sentado bajo la sombrilla detrás de nosotros Matías el dark con su cerveza y su libro preguntaba quién ganó la apuesta, que es que yo mantenía la vista en el mar —o en toda esa gente que se interponía— e imaginaba cómo sería estar flotando a mil kilómetros de la costa sin todos esos hijos de puta alrededor hasta que mi piel se deshiciera con el agua o pensaba que la inmensa cantidad de mierda que defecábamos entre todos los presentes debía estar disolviéndose 24/7 en un punto no muy lejano entre los peces para metérsenos como un karma por algún orificio de la cabeza cuando nos zambullíamos alegremente con ese gusto a sal hasta volverse apenas una sensación en cada garganta y que todo eso no era sino la demostración cabal de que no somos más que unos animalitos “graciosos” en la cima de la pirámide.
Ceci era entonces mi “novia” desde que me invitó a las vacaciones porque Matías el gil, que en realidad era “su” novio, se había negado a acompañarla. Parábamos los tres con Gastón en el departamento de una tía de ambos. Y es que Gastón y Ceci son parientes con la tía en común. Anda cerca de los 30, es mayor que nosotros; ya lo conocíamos de vista y compartir nuestra estadía con él nos resultó buena cosa. A Gastón le gusta pescar. Como al tercer día conoció a una cuarentona y dejó las cañas para revolcarse en la casa de ella con pileta que —nos dijo— paraba con la vieja, es decir la mamá, así que no se quedaba a dormir y aparecía muy tarde lo más contento a fumarse un porrito solo en el balcón. Cuando esa mujer se aburrió de él decidió pasarse días o noches enteros en la playa o en el muelle de pescadores con su caña. A veces traía pescado y el departamento olía a todo eso de la pesca y le decíamos que por qué no se iba con la cuarentona, que el olor de la carnada rancia era un asco, pero igual nos reíamos de todo eso. Gastón era bueno con la parrilla. Y a Matías el dark no lo sacabas del boliche; conocía chicas pero no las traía a revolcarse al departamento porque era más bien reservado, tampoco es que era muy afecto a revolcarse con cualquiera. Andaba siempre con unos libros y cerveza, escuchaba Massive Attack —para él el álbum Mezzanine es música clásica— y decía que no le gustaba el porro aunque a veces fumaba por hacernos la gamba, y cuando fumaba salía a caminar con los auriculares puestos.
Ya es que mi “alteración” con las cosas saladas empezó digamos por la costumbre de Gastón de limpiar los pescados en la bacha de la cocina. Ese olor “rarito” de las tripas sanguinolentas me traía de repente “cositas” a la cabeza; un par de veces me sorprendí a mí mismo acercando la nariz a la pileta, a las manos de Gastón en el hueco de las tripas vacío y al agua enrojecida que se estancaba por el drenaje tapado con coágulos y escamas. Hasta que una vez me ofrecí a limpiar una corvina y usé agua tibia y lamí el espinazo entre los pliegues del bicho despanzurrado sin que nadie me viera y después fui a la ducha a hacerme una paja. Se me dio entonces por lamer a Ceci con cierta dedicación curiosita, sobre todo cuando volvía ella salada y transpirada —quiero decir donde no se untaba bronceador—. Le pedía encarecidamente entonces que no se higienizara y al principio no entendió bien y se puso fastidiosa de tanto que le pasaba la lengua por las axilas y por el culo y me decía vos te estás volviendo raro pero después se calentaba de verdad.
Ceci, los dos Matías y yo terminamos juntos la secundaria y nos seguimos viendo después. Ella y Matías el gil se decían amigos con derechos, pero la cosa es que yo sabía que tenían muchos derechos y por alguna que otra escenita a veces parecían más novios sin ciertos derechos que amigos con derechos; total que cuando Ceci me invitó a la costa con alojamiento gratis entendí mejor. Me dijo que yo la hacía reír mucho más que su amigo con derechos y que no le gustó que él rechazara la invitación. Que no me podía quejar me dijo. Onda que al principio nos fue bastante mal en la cama; ella me aclaró que se había acostumbrado al “pedazo” de Matías el gil, que le medía en centímetros lo mismo que la vida en años, y que a ella le resultaba menos “cómodo” ser penetrada por mí. Que no me lo tomara a mal me dijo. Sea como fuera al final nos las arreglamos bastante bien ya que, en fin, ninguno de los dos tenía ganas de andar buscando gente para revolcarse porque —decía ella— para eso estábamos los amigos y que Matías el dark —era bien sabido— no se iba a babosear con Ceci siendo amigo del tocayo, que lo bueno era que estábamos los tres juntos, que el grupo tenía que seguir en el verano, que vacaciones sin coger de ninguna manera son vacaciones y que por cierto yo la hacía reír mucho con mis ocurrencias y que bueno. Cosas de Ceci. La cuestión es que al tercer o cuarto día nos organizamos y eso de la paja al sol en medio del gentío apestoso me gustaba mucho y ella siempre se reía con la misma risa de loca y después nos fumábamos un porrito y yo conectaba de alguna manera con los miles de millones de movimientos como prender un cigarrillo, la flexión de las piernas en un saque de vóley, sacarse una mujer la malla de entre las nalgas, un abejorro, pasar los talones amarillos de los negros senegaleses que vendían chucherías, la coordinación de las manos que abren un pomo de protector solar, moquear un nene empapado entre los brazos de alguien y “sentía” los “ruidos” de cada uno que se me quedaban en la cabeza como un eco y algunas veces me invadían pensamientos apocalípticos como que el volumen de colillas de cigarrillos tiradas en la playa podría ocupar totalmente el espacio de la habitación donde dormíamos hasta asfixiarnos o que uno podría desangrarse por pisar una botella rota de las que seguramente habría invisibles entre la arena seca y calentita de los médanos al correr detrás de Ceci en alguno de nuestros “jueguitos”. Y es que para cualquier lo que se dice intercambio sexual la apabullaba la presencia de su pariente, así que a veces había que salirse cuando aparecía.
El primero que “descubrió” a la panadera fue Gastón. Estábamos fumados en la playa. Matías parecía dormido o muerto en la reposera porque le colgaba el brazo extraordinariamente con los dedos de la palma izquierda hacia arriba a pocos centímetros de un vaso volcado en la arena. Yo había insistido en hacerle unos “deditos” a Ceci bajo el toallón pero no pudimos porque nos reíamos mucho de una señora que “hablaba” con un bebé a tres o cuatro metros. Tenía la señora un sombrero del tipo mexicano, el sol de espaldas, a nosotros a su derecha apenas atrás y al bebé entre las piernas sentadito; yo cerraba los ojos y me parecía oír solo cantos de ballenas, abría los ojos y ahí estaban la señora y el bebé mientras Ceci hacía un gemido imitándola con la boca muy cerca de mi oreja y no podía moverme yo de la risa —no podía moverme ni hablar— y mi risa era silenciosa y sentía extrañamente mi propia boca demasiado abierta y crujiente como si algo se hubiera salido de lugar, que apareció Gastón y dijo que teníamos vecinos nuevos. Contó que lo despertaron los gritos de una mujer, que primero se sobresaltó pero después interpretó que estaba pasándola muy bonito, que al rato vio salir del departamento a una gorda cincuentona con dos tipos, uno era un viejo y el otro un pelado también mayor —nunca se sabe con los pelados—; lo más sonriente y como si nada ella; seriecitos los hombres; vestidos como para el casino los tres. Serían bastante pasadas las 6 de la tarde. Se hizo la sombra larga de un edificio como si fuera a caérsenos encima a todos aunque yo sentía que iba a aniquilarme una sed espantosa. Caminé hasta conseguir una botella de agua mineral mientras Ceci se daba un último chapuzón. Cuando volvimos era casi de noche y ella tenía la malla mojada y por lo tanto las nalgas frías y saladas y en parte blancas que por unos pocos segundos me produjeron la sensación o el “pensamiento” de estar lamiendo un cadáver.
Matías me dijo que yo la tenía “desperdiciada” a Ceci. Delante de ella lo dijo. Que nuestras “cositas” parecían más bien de un par de lesbianas, que él se lo haría mucho mejor de no ser porque Matías el gil se pondría triste. Ah lo que nos reímos con Ceci. Hay que ver que no es lo mismo la convivencia el día 5 que el día 13. Ya el departamento era un desastre. Había un solo dormitorio sin televisor —la tele estaba en la cocina-comedor-living— y cuando dormíamos Ceci y yo juntábamos las dos camas que después los otros separaban cuando les tocaba. ¿Quién se pondría triste siendo portador de un “pedazo” como el de Matías el gil? Ceci dijo que capaz a los veintitrés años le crecía un centímetro para seguir con la concordancia. Comíamos arroz y salchichas demasiado seguido y a cualquier hora. Como echándonos en cara que era el más pudiente Gastón empezó a irse a comer solo por ahí; ya es que de golpe y porrazo se le fueron las ganas de cocinar pescado o tirar algo a la parrilla que había en la terraza mientras los demás bajoneábamos el porro con arroz o fideos fríos y cerveza frente al televisor. A algunos les pasa que si ven a una mujer haciendo determinadas “cosas” con alguien se les mete en la cabeza que también las haría con ellos por el solo hecho de haberla visto, por el solo hecho de estar ahí, de haber “protagonizado” la “exhibición”. Onda ves a una minita desconocida mamándosela a un tipo en el boliche y te decís después me toca a mí porque en ese ambiente a las chicas les gustan las cosas, les gusta bailar, y cuando dejan de bailar con uno siguen con otro mientras haya música y tragos, o como si de la demostración alegre de un servicio se tratase, en los shoppings cuando promocionan esos sillones masajeadores, por decir algo, unas mujeres elegantes te ofrecen sentarte unos minutos para que conozcas los beneficios y facilidades de pago y, claro, después te compres uno, mientras otros que también pasaban por ahí esperan su turno de ocupar tu lugar en el sillón como en el reservado del boliche. Gastón se quería “agarrar” a la gorda para una serie de actividades que la imaginación y bastante marihuana se habían tomado la atribución de estimularlo de cuerpo entero y que él nos contó sin pudores, esto nomás de oírla emitir alaridos a su juicio considerables con dos tipos pared mediante.
Comprobé que la panadera medía cerca de uno ochenta. Creo que la primera vez que salí solo de casa a hacer algo de persona adulta fue un día que mi madre me mandó a comprar el pan y pedirle el pan a esa panadera mi primer diálogo de persona adulta con otra persona adulta, lo que devino en mi segundo acto de persona adulta que fue entregar el dinero por la compra. Yo tendría entonces ocho, diez años, y hasta ese día de la playa nunca había visto a la panadera fuera de su “hábitat” y nuestra única aproximación al contacto físico había sido sostener al mismo tiempo durante una fracción de segundo uno o más billetes o una bolsa de pan con los dedos. Onda qué hace una panadera fuera de la panadería. Así es que la gente se vuelve estúpida cuando se cruza con alguna personalidad famosa por la calle o en el súper —es decir fuera del hábitat natural de esa personalidad famosa— y les sale comportarse de maneras vergonzosas. Le dije a Ceci que el universo estaba mutando y que eso no nos traería nada bueno y se rio como loca tosiendo el porro y enseguida me levanté para saludarla no sé por qué. Venía mojada del mar tremenda con su enteriza negra; le miraba los pies y los muslos y subía hasta las tetas sin atreverme a llegar todavía a sus ojos en el camino, sabía que Ceci y Matías se estaban riendo mucho detrás de mí. Cuando la tuve bien cerca nos vimos las caras y me reconoció supongo que nebulosamente; le di un beso en la mejilla en puntas de pie y supe que no se lo esperaba, que ninguno de los dos se lo esperaba supe; me emocionó entonces el frío de su cachete mojado; por unos segundos o años lo único que hubo en la playa fue silencio y sus axilas mientras ella se ataba la cabellera pesada y oscurecida de agua con una banda roja que llevaba a modo de pulsera. Mejor dicho: los movimientos de quitarse la banda de la muñeca, sostenerla con los dientes mientras se acomodaba el pelo con ambas manos para completar el trabajo con los brazos en triángulo y las axilas explícitas mientras algunas gotas que le bajaban por el pecho desaparecían entre las tetas apretujadas. Me dijo algo de vacaciones, amigos, bla bla bla que no entendí bien hasta que sentí a Ceci asomarse por sobre mi hombro y vociferar también ella oraciones de lo más insustanciales. Casualmente “mi” panadera resultó ser la gorda de Gastón, y esto —lo supe al enterarme— pondría en marcha una serie de sucesos estrafalarios porque esa casualidad tenía que ser una señal de que el universo empezaba a descomponerse para siempre —Isabela se llama—.
No es que crea yo que Ceci fuera de esas mujeres influenciables, pero si no qué, que después de las declaraciones de Matías sobre nuestro “lesbianismo” se pusiera un poquitín “demandante” a pesar de mi “problemita” —ya conversado abiertamente en privado— con su temperatura corporal: si me daba por penetrarla eyaculaba enseguida, y esta eyaculación prematura que atribuía yo a su generación desmedida de calor me atosigaba ya lo suficiente como para que de yapa viniera un darketo a llamarme lesbiana, justito él, ay él con sus libros y su música minimalista de drogones aletargados y sus caprichos romanticones con las chicas y su tocayo fantasma que bien bonito lo habría pasado con su longaniza dentro de la amiguita con derechos cuando ahora se suponía que el intelectual del grupo era uno y por lo tanto tenía uno juicio previo de cualquier apreciación personal de los demás. No me pareció pertinente manifestarles que hasta Ceci no había yo tenido la ocasión de tener sexo con alguien —de hecho no les dije entonces ni se lo pienso decir nunca porque para qué— no solamente por “vergüenza”, si ya demasiado mal venía de pasarla con el grupo de primero en la facultad de Letras entre jipis apendejadas y pibes con barbita y mate que nunca me invitaban a sus “fiestas” durante el año lectivo, sino porque ciertas confesiones a cierta edad hacen que te veas bien rarito como rarito para mí eso del primer “amor” con Ceci, que de lo que uno podría entender por amor no tenía la gran cosa pero era divertido y empezaba a funcionar mejor con lo del enfriamiento y el gustito salado de la malla de lycra entre las piernas embebida del hábitat natural de los peces por decirlo de alguna manera.
De camino a la playa una tarde Ceci se demoró en un quiosco. Nos dijo a Matías y a mí que siguiéramos, que nos alcanzaba enseguida. Del otro lado de la calle la vimos distraerse en la puerta del local con un tipo de color marrón que tomaba algo en una mesita en la vereda. La vi parada con su reposera y su mochila. El marrón le convidó un cigarrillo; ella soltó la reposera y se agachó para recibir fuego con el cigarrillo entre los labios y el pelo sostenido con las manos a la altura de las orejas; sin levantarse él le acercó el encendedor en la izquierda y usó la derecha para cubrir la llama del viento, cosa que me pareció poco feliz porque tenés que darle el encendedor y, por cierto, ella seguro tenía cigarrillos y fuego encima que para qué andar aceptando cosas de extraños. Después se enderezó y vi que le daban a la lata. Los padres la habían amenazado con que si volvía a consumir cocaína la internarían en una granja evangelista y —conjeturaba yo— de ahí terminaría vendiendo con una canasta enorme panificados en los trenes, eso fue lo que me vino a la mente. Se suponía que Gastón el cogeviejas la mantendría “alejada” de las cosas “raras” en las vacaciones. No hacía nada Ceci, se inscribió en la facultad de Derecho para gastar el tiempo y conocer gente; a ella sí la invitaban a las fiestas y un par de veces fue a parar de la fiesta a la guardia de hospital. Su papá es un abogado importante y está en la política. Matías el gil también pero con ganas estudia Derecho y un día será un profesional de cuyos servicios espero prescindir. Se reía Ceci con el tipo de la mesita y tuve pensamientos desafortunados. Giré con la intención de exponer mi punto de vista y no vi a Matías; ella no se había percatado de que yo la vigilaba; se me pasó por la cabeza ahí mismo que ese tipo marrón no tendría problemas con las temperaturas de Ceci, un individuo fornido de piel oscura y grueso pelo negro que contaría unos cuantos años más de experiencia que alguien como yo con las mujeres y en general capaz de servirse de ellas como de tantas otras cosas de la vida que con el simple y artero gesto de ofrecerle fuego la tuvo inclinada ante sí además, claro, de rozarle la mejilla con los dedos seguramente. Qué le habrá “visto” de verdad Gastón a Isabela, además de vieja gorda. La obesidad es algo que nunca logré perdonarle a mi madre —ni a mi padre por extensión—, la de mi madre digo, ya es que él siempre fue normal. Veamos que si cargás con cierto desperfecto físico transferible mejor no te reproduzcas aunque sea por consideración, sabés porque lo padeciste aunque lo minimices o te lo tomes como algo “natural”, todo el mundo lo sabe, que tus hijos deformes lo van a pasar feo en la escuela y especialmente rodeados de gente de aspecto “aceptable”. Encontré a Matías en la playa; armaban un cigarrillo con tabaco él y sus dedos y su sonrisita y ni siquiera por cortesía me preguntó por Ceci. La esperé como mil años hasta que me dio por escribirle. Volví al quiosco de la mesita y no estaban ella ni el fornido. Consciente de que la pregunta bien podría alarmarlo más de lo que yo pretendía le escribí entonces a Gastón si sabía algo de su prima. Por qué nadie lee rápido tus mensajes cuando pasan cosas. Supuse que estaría a unos mil metros en el muelle de pescadores con la caña en la mano y el teléfono en el bolso y Ceci chocha de la vida en alguna pocilga con la nariz llena de merca, así que bajé otra vez a la playa sin tener bien claro qué iba a hacer. No eran mis mejores momentos. Tampoco los de una nena perdida que era transportada en los hombros de un tipo muy alto. La gente aplaudía alrededor, lo usual, y decidí seguirlos de cerca. La nena iba con su mueca de afectación como petrificada, agarrada con las manitos de la cabellera del tipo alto cuyo semblante no tuve la oportunidad de juzgar correctamente dada mi posición. A mí me gustaba “perderme” en la playa de chiquito; la primera vez fue de verdad, pero hubo otras planificadas como un juego. De la primera —recuerdo patentes las sensaciones— me gustaron el protagonismo y el reencuentro; de las otras ejercer cierto control de la situación —no lo puedo negar— como cuando chiquito y ofendido fantaseás con que te estás muriendo y a tu alrededor los que te menospreciaron te lloran desolados ante la inminencia de nunca más tenerte cerca y vivo como no ocurría cuando estabas cerca y vivo siendo reprobado o ignorado en tu soledad por esos mismos seres queridos que ahora se arrepienten, también los que en la escuela te llamaban chanchito y hacían rimas horribles con tu apellido y no te dejaban patear la pelota porque la pelota eras vos manifiestan ahora en tu lecho de muerte su remordimiento, por fin todos te ven y se dan cuenta de lo que siempre fuiste ahora que les dolés a ellos, pero los años pasan y las fantasías se vuelven otras cosas cuando ya no sos tan niño y no te importa de la misma manera —o asumiste imposible— el reconocimiento ajeno si sospechás que quien no tiene arreglo sos vos y decidís que hay que terminar con todo de cualquier manera. No es que se te vayan a ocurrir soluciones precisamente constructivas en ciertos momentos, pero en el después, cuando no queda más que asumir que fallaste también en esto, abrís los ojos en la internación y no sabés cómo llegaste ahí; no te sale ninguna fantasía; todos quieren hablarte y entender y hacerte caso; aparecen los psiquiatras, la terapia familiar para que los días tengan sentido, los días hermosos, todos días hermosos para el sobreviviente de catorce años; cambiás de aire y de colegio, te hacés de nuevas amistades. La nena fue “rescatada” a los pocos minutos por dos mujeres de mediana edad; una de ellas, que tenía el pelo corto y violeta, la sostuvo en brazos como a un bebé mientras lloriqueaba y agradecía a todos y a nadie en particular; la otra, raquítica de piel muy bronceada semicubierta con un pareo anaranjado y rojo, no paraba de fumar y gesticulaba fervorosamente con un teléfono en la otra mano mientras el tipo alto le contaba los pormenores del hallazgo. Todos felices menos yo, que decidí volver al departamento porque en un flash imaginé a Ceci y al marrón en pelotas drogándose en la habitación tirados sobre mis cosas. Al llegar a la entrada me di cuenta de que no tenía las llaves. Justo antes de timbrarles abrió una pareja que salía y me metí. Golpeé fuerte la puerta, que enseguida se abrió y lo primero que vi fue a Gastón y a la panadera desparramados en el sofá, después a mi izquierda un hombre mayor también todo desnudo y con una filmadora o algo así en la mano. Nadie dijo nada. Tuve que bajar la vista y le vi las uñas largas y amarillas de unos pies largos con los huesos bien marcados. El tipo preguntó si me conocían y yo parado bajo el marco no pude encontrar con los ojos algo del todo repulsivo en el espectáculo del sofá. Gastón aprobó apenas con la cabeza sin apartar las manos de donde estaban, entonces el de la cámara me pidió que cerrara la puerta y yo obedecí como un nene.
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