El móvil
Quiero aclarar antes que nada, para evitar confusiones con el título, que este cuento no trata de una historia de crimen, suspenso, policías y abogados. No, se trata sobre el puto aparatito ese que todos tenemos y que, como una extremidad más, ya forma parte de nuestro cuerpo. Ese que también llamamos celular o más protocolarmente teléfono móvil.
Recientemente leí un escrito de mi amiga Yvette, “El Salto Cuántico” que, definitivamente recomiendo, pero, como no quiero “spoilearlo” (como dicen los Gen Z), solo diré que me inspiró e hizo reflexionar sobre el asunto del dichoso cachivache, y se me ocurrió contar su historia desde mi perspectiva.
Si algún viajero en el tiempo llegara desde medio siglo atrás y nos viera, seguramente pensaría que este nuevo apéndice humano es una prueba más de la teoría de la evolución darwiniana, ya que hasta los niños hoy nacen con uno, lo que si seguramente le asombraría es la fantástica velocidad evolutiva...
Tengo que confesar que, por mi profesión (informática) en la que me inicié a mis jóvenes 28 abriles, debería haber sido el menos sorprendido. Si bien el condenado armatoste que surgió unos pocos años después, no pertenecía estrictamente a nuestra “cofradía” sino a otra, producto del espurio matrimonio entre las comunicaciones y la electrónica, debo admitir que estábamos lejanamente emparentados.
Vi el primero un par de años después, en manos de un director de la compañía para la que trabajaba. Lo desenfundó sorpresivamente desde su cintura en pleno centro de Córdoba, mi ciudad, cual cowboy del lejano oeste (algunos transeúntes se apartaron atemorizados) y el, luego de observarlo, extender su antena y apretar sus teclas se sentó en un banco y comenzó a hablar con su superior en Buenos Aires a más de 700 kilómetros. Yo lo miré sorprendido, el aparato se asemejaba, por su colosal tamaño al equipo de radio que usaba el sargento Sanders en la serie bélica preferida de mi niñez (Combate), e imaginé que diría la clásica consigna de comunicación con su base de operaciones: “Jaque Mate Rey 2, aquí Torre Blanca, Cambio”. (pido perdón a los menores de 70 años, seguramente no sabrán de que hablo).
El primero que compré, fue en circunstancias trágicas, mi hijo mayor se había accidentado en su viaje de graduación en Bariloche. Tuve que viajar de urgencia, dejando a mi esposa con mis otros dos hijos en Córdoba. Lo primero que hice al bajar del aeropuerto de Bariloche (a 1.400 kilómetros de Córdoba), fue comprar uno (del tamaño de un zapato del 44), porque necesitaba comunicar a mi hijo con su madre. Lo más importante fue que, felizmente y casi un año después, y una compleja intervención exitosa en las vértebras de su cuello, mi hijo recuperaba su movilidad plena.
Lo único que no salió bien fue, que a partir de ese momento, pasé involuntariamente a formar parte de la incipiente tribu de los “siempre comunicados y disponibles” … Mis jefes (también orgullosos integrantes de la tribu) desde entonces, disfrutaban llamándome fuera de hora y en fines de semanas para notificarme de un muy importante memo, que podría haber leído cómodamente en mi oficina al día hábil siguiente sin ninguna trágica consecuencia.
La vida avanzaba y los condenados chismes no solo se achicaban, sino que incrementaban molestas funciones nuevas. Ya no bastaba con llamadas, sino que también, permitían la recepción y envíos de correos electrónicos, mensajes y posteriormente fotografías y videos.
Y así llegamos a hoy donde no podemos viajar en un condenado avión, hacer migraciones o efectuar una maldita compra si no andamos con el puto aparatito encima.
Facebook, Whatsapp, Instagram, Twitter (ahora X), se suman a las indispensables “necesidades” de poder estar “comunicados”, sin contar que, en la actual era del “sin efectivo”, tengo que andar apoyando o escaneando códigos para pagar un mugroso café. Bañarse y hasta defecar se han vuelto un desafío, aunque, para lo segundo ya he incorporado el usarlo en simultáneo, a riesgo de que, a veces, esta práctica termine en tragedia… ¿A nadie se le cayó involuntariamente el celular en el inodoro?, a mi si, en el baño público del estadio de Boca Juniors… estuve 15 minutos pensando si lo recuperaba… y después lo recuperé…) todavía cuando lo recuerdo tengo arcadas…).
Ni hablar de “reconocimientos faciales”, “accesos biométricos” ya indispensables, para hacer cualquier jodido trámite digital (los otros viejos trámites analógicos ya están prácticamente obsoletos… igual que yo), a eso agreguemos la infinidad de claves que todavía tenemos que memorizar solo para “pertenecer” a esta sociedad actual.
Si a esto sumamos el valor de estos chismes modernos y el riesgo a que te lo roben, con la consecuente pérdida no solo del maldito aparato sino de todos tus accesos a cuentas, datos y fotos, (algunos dirán dramáticamente “toda tu vida”) uno se cuestiona seriamente el beneficio…
Francamente creo que hemos adoptado un “intermediario” para “comunicarnos” entre nosotros y dudo seriamente si ahora estamos más comunicados que antes.
Me encantaría seguir con esta macabra historia, pero tengo que terminarla ya. Mi nieta que vive en España (10.260 kilómetros), me está llamando por videollamada en el móvil y yo, su “Tati”, no puedo dejar de atenderla… Verla y hablar con ella es infinitamente más importante que todo este estúpido cuento.
Aunque por supuesto daría encantado mi móvil (con mi mano que lo sostiene), por abrazarla y besarla físicamente, pero, como decimos aquí en mi barrio “es lo que hay”.
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