El invisible.
En mi hogar dispongo solo de dos ubicaciones. O estoy sentado comiendo en el comedor, o en mi escritorio tecleando mi computador. Nunca ocupo, ni ocupé, ni ocuparé los sillones. Mejor dicho no cruzo el límite del comedor hacia la sala de estar. Para qué soñar con tener equipo de música, menos un bar, un juego de ajedrez en una mesita de centro, si jamás invito a nadie, ni hablar de celebrar mi cumpleaños con amigos, No recibo visitas. La casa no es mía. Es de la familia.
Resulta inútil llegar antes de las nueve de la noche, tengo que esperar que finalice la teleserie para sentarnos a comer. Después de calentar y servir la comida, mi señora, como no come de noche, aprovecha este intervalo, entre las teleseries y la hora de acostarse, en lavar ollas, acomodarlos en el mueble y preparar jugo con una juguera estridente, Con ese ruido apenas puedo conversar.
Los sábados y domingo almuerzo en familia pero con un menú restringido. La dueña de casa solo cocina bistec con arroz, que termina siendo suela con arroz. Tallarines, cazuela y pare de contar. No le gusta nada con cerdo, huevos, salmón, congrio, legumbres, pescado menos mariscos. Su excusa es el olor. “Puf, olor a chancho” Si en algún momento se pensó en tener a alguien para cocinar, la respuesta era “nada de tener gente extraña en el hogar.
Me gustan las ensaladas. Sin esperar que yo terminase de comer, mi señora, como engulle más rápido que el resto, se levanta y como por costumbre lava la loza inmediatamente, ordena retirar todo de la mesa. Mis hijos obedecen. Quedo solo con mi plato, sin las fuentes de ensaladas y sin la copita de vino.
Las cuentas que durante mucho tiempo llegaron en papel, se amontonaban en el canastillo colgado al lado de la puerta. Como rutinas a fin de mes se exigía pagarlas. El proceso consistía en trasladar los recibos a mi escritorio. Nadie sabía cuánto se gasta en gas, en luz, en agua, en mercadería, en colegios. Nadie sabe dónde quedaban los respectivos lugares de pago.
- Acaso vienen llegando de Canadá, que no saben.
Jamás en mi vida tuve un escritorio. Casi siempre usé una mesita rodante parar trabajar en el computador. Cuando logré tener uno decente, amplio, con cajones, las cosas que con mucho cariño dejaba en la cubierta, desaparecían. Ya sea papeles importantes o mi colección de lápices. O a veces a la inversa, todo se encontraba encima o en los cajones. Si a alguien se le perdía algo, ahí lo encontraban. Bandejas, papeleros, restos de tejidos, géneros, vasos. Como desaparecía o como llegaban ahí, siempre fue un misterio. Preguntaba y nadie sabía.
- Verdad que vienen llegando de Noruega.
Pocas veces decido comprar ropa, sea un pantalón, una camisa, un pañuelo. Vamos a algún mall y traemos de todos menos mi pantalón, pañuelo. Nunca me regalan ropa, no saben mi talla, mis gustos. Me acostumbré a cuidar mi ropa. Mis zapatos duran siglos. Las camisas hasta que se desprenden las mangas o el cuello. Aprendí a anudar las corbatas para que lo gastado no quede a la vista. Eso sí se iban acortando. Lloro cuando aparece un hoyo en un calcetín. Varias veces compré un pantalón a la moda y como pasó la moda quedó sin usar, por no hacer la basta.
Mi familia no era de los que hablaban de las actividades del papá. No porque eran reservados, sino porque no tenían idea en que trabajaba, ni donde, ni con quien. Por suerte nunca existió la urgencia de ubicarme. Cuando contraté un teléfono privado para las actividades de mi trabajo, no lo contestaban. Perdí varios contactos, varios clientes. Ahora el celular me salva.
Cuando salíamos de visita se producía una situación extraña. Estando sentado, por ejemplo en la mesa, se escuchaba, “mira, tienes un botón suelto", "mira tienes una hilacha, en la casa te lo arreglo”. Me arreglaban el cuello de la camisa. Incluso a veces reían de mis chistes. ¿Quieres ensaladas, bebida, vino? A mi papá le encanta las ensaladas y el vino. ¿Cómo te fue en el trabajo? Te quedó bien el corte de pelo.
Una vez me enfermé. Afiebrado en cama se recurrió a una vecina con fama de partera que ponía inyecciones. Muy diestra ella con una mano bajó mi calzoncillo hasta media pierna y con la otra clavó la aguja en un cachete volcando la penicilina dejándome muy mal humorado.
Mi señora ubicada a los pies de la cama comentó asombrada
- Huy, que tienes el trasero peludo.
La vecina mientras refregaba el cachete con algodón empapado en alcohol, comentó
- Y Ud. Señora, viene llegando de las Islas Canarias.
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