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Inicio / Cuenteros Locales / nazareno / A mí me gusta el frío

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A Juan le gusta mirar las manchas de humedad. Desde que volvió a la casa se pasa muchas horas mirando las manchas en el techo de la pieza. Se deja llevar por la imaginación. Puede ver las islas en esas máculas verdosas, y a veces hasta distingue los montes, las bahías. Podría nombrarlos, escribir con un fibrón negro el nombre de cada uno. A veces le pasa con los charcos. Los días de lluvia. También puede ver las islas en los charcos de la vereda. Y en ese techo hay muchas marcas de humedad, mohosas algunas, será que se filtra desde la terraza que nunca conoció una membrana o la brea. En eso está ahora Juan cuando la madre se asoma a la pieza y dice con esa voz tierna y protectora: Vino Marcos.
Juan se sienta en la cama.
Hacelo pasar, dice.
Escucha los pasos de la madre sobre el pasillo de mosaicos colorados, fríos. La madre abre la puerta y la voz del amigo. Los pasos de Marcos y cuando se asoma a la puerta Juan se está parando para estrecharle la mano. Como si el tiempo nunca hubiera pasado, como si nunca hubiesen estado separados, como si tantas cosas nunca hubieran ocurrido.
¿Qué pasa, Juancito?
El apretón fuerte de las manos.
Nada, che, pensando.
Pensás mucho vos. Tenés que dejarte de pensar un poco.
Se sientan sobre la cama. Marcos saca un atado de cigarrillos del bolsillo de la campera. Le ofrece a Juan. Ahora tienen los dos un cigarrillo en la boca y Marcos enciende un fósforo y se inclinan para prenderlos. Humo. Volutas grises se elevan hacia el techo. Pitan. Pitan. Juan puede sentir el sabor del tabaco en la garganta, como una dulce picazón. A pesar de que a la madre no le gusta que fumen en la habitación, fuman, porque están contentos y son jóvenes. La madre al fin y al cabo siempre perdona todo. Y es así, porque ella se asoma y los ve fumando y no dice nada. Por el contrario trae una bandeja con dos vasos de chocolatada y masitas. La deja sobre la mesa de luz. Se va.
Me trata como a un pibito, dice Juan.
Marcos sonríe. Viste como son las madres, siempre seremos chicos para ellas, dice.
Me enerva a veces.
Tranquilo, dice Marcos y le apoya una mano en el hombro.
Es que… viste… qué se yo, me cuesta unir las cosas. Las islas, la chocolatada de mi vieja.
Todo va a estar bien, dice Marcos y palmea el hombro de Juan.
Fernando, Leandro, no aparecieron más ¿Qué les pasó?
Nada, qué se yo.
Decime ¿Les pasa algo?
Marcos se pasa la mano por la frente y dice : Viste como son. Unos tarados a veces. Dicen que vos estas raro, que no hablás, que volviste diferente.
Pelotudos, dice Juan y sacude la cabeza.
Sí, ya pasó, ya se les va a pasar.
Marcos le da un sorbo a la chocolatada. El otro vaso queda ahí, sobre la mesa de luz. Después Marcos agarra una masita. Son de esas con un relleno gomoso entonces arranca una de las tapitas y se lo come, es rosa y dulce.
Están buenas estas, dice.
Juan asiente con la cabeza.
Juan tiene ganas de contarle a Marcos lo del tanque. Es un recuerdo que le viene a la mente, todo el tiempo, en cualquier lugar. Está orgulloso de lo que hizo, quiere contárselo, pero tal vez este no sea el mejor momento. Tal vez solo contribuya a que Marcos, los otros, piensen que se volvió loco, que no puede dejar de pensar en las islas, lo que por otra parte, es verdad.
Ya no voy a escuchar más a los Beatles, dice.
Silencio.
Marcos lo mira expectante.
Está bien, dice después, hay cosas mejores. Soda Stereo por ejemplo.
La madre se asoma otra vez.
Los dos muchachos sentados sobre la cama. Ya no fuman, han terminado los cigarrillos, pero en el aire se siente el olor a tabaco y nicotina. Los vasos de chocolatada, uno lleno y el otro vacío, están sobre la mesita de luz. Quedan algunas masitas.
Juan esta noche vamos de los Bernavé, dice la madre.
Juan se da vuelta para mirarla.
Qué par de huevos. Sabés que no me gusta ir, dice.
Vamos a comer algo. Charlar un poco. Te va a hacer bien.
Juan aprueba, a pesar del gesto despectivo de la cabeza, hace entender a la madre que irá de los Bernavé.
Si me rompen mucho los huevos me voy a la mierda, dice después.
¿Quiénes son los Bernavé?, pregunta Marcos.

La casa de los Bernavé es una casa amplia. Muy iluminada con unos muebles suntuosos, antiguos pero bien conservados, como si los lustraran a diario. Hay un cuadro inmenso sobre la pared. Es una pintura del océano, se ve el océano y la noche, no hay luna, solo estrellas. Suena un caset con música bossa en el equipo. Juan es el primero que se ha sentado a la mesa. Además de la familia de Juan, los Bernavé han invitado a otro matrimonio a cenar. Ellos tienen una hija, tendría unos seis años, también está sentada a la mesa y cuando Juan la mira ella sonríe. Los hombres hablan a un costado. Las mujeres están en la cocina. Hay un aroma a carne al horno. La chica le empieza a contar algo a Juan. Esas cosas que hacen los chicos de hablar abiertamente con quienes les caen simpático. La chica le cuenta algo de la escuela, de una fiesta de cumpleaños, de una piñata y una muñeca de plástico. Juan la escucha sonriente, le presta atención.
La señora Bernavé viene de la cocina con una fuente donde un jugoso jamón redondo todavía crepita rodeado por un halo de papas, se desprende un sabroso aroma. Todos atraídos como animalitos hambrientos se sientan a la mesa. La comida es tan rica que comen en silencio. Apenas el sonido de los cubiertos y la música bossa sonando en el fondo.
¿Te gustan los caramelos media hora?, pregunta la chica a Juan.
Dejalo comer tranquilo, le dice la madre a la chica.
Los caramelos media hora son de Coca Cola, dice la chica.
Sí, me gustan, dice Juan.
Después los hombres empiezan a hablar de política. Como siempre, como si fueran ministros o presidentes, como si fueran a resolver los problemas del país. La chica lo mira y sonríe y él también sonríe. Las mujeres hablan de la novela de las seis. Y de repente están todos apasionadamente conversando y Juan y la chica que quedan en el medio de las voces, de las opiniones, de ciertos acalorados comentarios, se miran, y sonríen. Al final, parecería que por cansancio de los interlocutores, vuelve el silencio.
¿Vas a ir a la facultad?, le pregunta a Juan la señora Bernavé y retumba la pregunta en las cuatro paredes del comedor y parecería que la pregunta se repite en un eco agobiante y perseguidor. Ir a la facultad. Claro, de esas cosas se ocupa la gente común. Juan se ha olvidado de tantas cosas. Juan se ha olvidado que la gente común va a la facultad, trabaja, se casa, tiene hijos, se compra una casa y un auto y van de vacaciones a Brasil. Él tiene ganas de hablar de las islas. Pero no con la señora Bernavé que parece estar tan interesada por la proyección de su futuro. Tiene ganas de hablar de las islas, pero en realidad no sabe con quién. Se siente un héroe, no siente miedo a pecar de orgulloso o vanidoso o soberbio, como se le quiera llamar. No, para nada, se siente un héroe, y tiene ganas de contar lo del tanque; eso que él siente que justifica su presencia en las islas.
¿Vas a ir a la facultad?, la pregunta retumba y agónica muere, muere cuando parecería que no va a haber respuesta pero finalmente Juan dice:
No sé, todavía no sé.
Juan espera que la señora Bernavé le diga que le va a hacer bien. O que se lo diga la madre, aunque sabe que la madre no se lo va a decir ahí en la mesa, en esa cena, pero se lo dirá después. Inclusive esa otra mujer, la del otro matrimonio, se lo podría decir, si es que ya le han contado que Juan estuvo en las islas. Seguro que se lo han dicho, porque se lo dicen a todos. Y Juan se imagina a esa mujer preguntado “¿Quedó bien?” ¿Quedó bien, se volvió loco?, esas pelotudeces que se pregunta la gente. A lo mejor es verdad, a lo mejor Juan no quedó bien. Está medio loco a lo mejor. A lo mejor a Juan le chupa un huevo ir a la facultad, y casarse y comprar un auto. A lo mejor todo le parece tan trivial después de haber estado en las islas. Juan siente que es un héroe, si solo pudiera contar lo del tanque, eso es tener huevos, él lo sabe, está orgulloso, se siente digno, a pesar de la derrota, y entonces algún día lo contará y tal vez entenderán muchas cosas, tal vez lo mirarán de otro modo.
Suena la música bossa más allá de la mesa. Empieza a lloviznar. Se escucha claramente el agua que cae, los Bernavé tienen un toldo en el patio y el agua golpea en la chapa. Se escucha contundente y metálica. Una lata de atún, eso recuerda Juan ahora, mientras todos han vuelto a hablar, mientras la chica toma Coca Cola con entusiasmo. Abrieron la lata de atún y empezaron a comer y se peleaban, él y Severino se peleaban con las cucharas para ver quién agarraba más. A la lata se la habían afanado del depósito como a tantas otras cosas. Y de tanto pelotudear con las cucharas terminaron revolcándose, riendo, puteando, para decidir quien por fin se quedaría con la lata. Y cuando volvieron a la lata, tirada a un costado, estaba llena de atún pero también de barro y hielo, y comieron igual hasta que la lata quedó limpita. Juan se paró sin decir nada. Mostró un cigarrillo entre los dedos indicando que se iba a fumar al patio.

Juan está parado en el patio, casi a oscuras, apenas por la luz que viene del comedor. La brasa del cigarrillo es de un anaranjado candente. Crepita cada vez que Juan le da una pitada. Entre el toldo y la pared se ve un pedazo de cielo. Un relámpago. Juan cuenta hasta diez, espera el trueno, y entonces llega la explosión, rotunda. Juan se encoje de hombros. Fuma. Las plantas en los canteros salpicadas por la lluvia y el viento. Los sillones de grueso alambre en torno a la mesa redonda bajo el toldo. La música bossa no se escucha desde ahí afuera. Ni tampoco las palabras de los hombres y las mujeres. La chica aparece en la puerta del patio.
Está muy oscuro, dice.
Se pone en puntas de pie y clic, enciende un farol que ilumina el patio.
La chica se acerca a Juan, se para al lado de él. Se han formado algunos charcos en el piso. Los zapatitos de ella en el agua sobre los mosaicos, eso mira Juan. Le da una pitada al cigarrillo y lo tira entre las plantas.
Se quedan ahí. Uno al lado del otro. Parecería que en cualquier momento van a agarrarse de la mano. Se escucha la tormenta implacable golpeando contra el toldo. Como si toda la casa vibrara. El viento es fuerte y se filtra por ese espacio entre la pared y el toldo. Las plantas se mueven, se agitan sobre todo cuando las ráfagas. Y el agua que chorrea, y se van formando charcos en el piso. El farol también pendula por el viento. No se escuchan voces, no se escucha música, solo la lluvia contra la chapa del toldo.
Ella levanta la mirada hacia Juan.
¿Vos estuviste en Malvinas?, pregunta ella.
Él se sorprende. No esperaba esa pregunta. Eso confirma que han estado hablando de él. Pero no le importa, tal vez inclusive le agrada que hablen de él. Se inclina un poco para contestarle.
Sí, así es, estuve en las islas.
La chica lo está mirando, como si quisiera decir algo que no se atreve pero al final:
¿De qué color es el cielo en Malvinas?, pregunta.
Ella se mueve un poco, y sus zapatitos chapotean en el charco. Juan tiene ganas de encenderse otro cigarrillo pero no, no quiere fumar delante de ella.
Es celeste. Como acá. El cielo es igual en todos lados.
¿Y es verdad que hay muchas gaviotas?
Juan tiene ganas de acariciarla, pasarle la mano por el pelo que le cae a un costado de la cara.
¿Quién te dijo eso?
Mi papá me contó.
¿Qué más te contó?
Me dijo que los ingleses siempre fueron piratas. Y que una vez quisieron entrar a la ciudad y los argentinos los echamos con aceite hirviendo ¿Es verdad eso del aceite hirviendo?
A Juan se le cruza una imagen del Billiken, unos tipos y unas mujeres tirando aceite hirviendo desde las terrazas a unos ingleses de trajes rojos y sombrero negro.
Juan sonríe. Sí, es verdad, dice.
Yo cuando sea grande quiero conocer las Malvinas, dice la chica.
Juan ya no puede contenerse, y acaricia los cabellos de la chica, le pasa la mano suavemente como un hermano mayor.
Sos dulce vos, le dice él. Ojala puedas ir a Malvinas cuando seas grande.
La luz de un relámpago se filtra por el espacio entre la pared y el toldo. Después el trueno, fuerte, enérgico, como una detonación. Las plantas se agitan con la ráfaga de viento, y el farol también.
¿Vos conoces la canción de Charly García que dice los dinosaurios van a desaparecer?, pregunta Juan.
Que yo sepa los dinosaurios no existen, dice la chica, a mí me gustan los Parchís.
Los zapatitos de ella vuelven a moverse en el charco. Las plantas se ven frescas así bañadas por el agua. La lluvia sigue cayendo sobre el toldo y el cielo vuelve a iluminarse con un relámpago. Segundos después el trueno.
A mí me gusta el frío, pero los truenos me dan miedo, dice ella.
A mí también, dice él y se inclina, flexiona las rodillas, extiende los brazos y la alza para hacerle upa.















Texto agregado el 11-03-2024, y leído por 89 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
11-03-2024 Hay tanto en este relato que inunda! Parece sencillo, sin embargo vaya vaya! De excelencia. MujerDiosa_siempre
11-03-2024 Detrás de una prosa apasible, se trasluce un autocontrol y un trauma apenas contenido pero que por un nstante encuentra consuelo y empatía en los miedos de una niña. Genial. kone
11-03-2024 Me gusta la asociación de las manchas de humedad con las islas, lo único en lo que Juan puede pensar. Glori
11-03-2024 Me agradó mucho este cuento, habla entre líneas de guerras, esas que vemos todos los días y de las cuales los que regresan jamás serán los mismos, tanto de un bando como del otro y de la tristeza que provocan. Quizá algún día... pero eso es imposible, el hombre es como es y jamás cambiará. Saludos. ome
11-03-2024 Hay tristeza en tus letras. y quien sabe que recuerdos guardan. yosoyasi
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