La silueta se deslizaba como raso por la noche aceitada de Plaza San Martín. Fugaz como una sombra china, presente y etérea. Algo transgresora, se mimetizaba con la penumbra y sólo por momentos la mirada curiosa, atenta, logró atisbar retazos de ella. Un tanto incorpórea y translúcida, daba la sensación de atravesar el tiempo, aunque la voluntad de retenerla en la memoria, sólo consiguió desvanecerla. Pudo tratarse quizás de un ensueño pensó el caminante, de no haber transmitido a la brisa ese perfume intenso a magnolias, más intenso que todo lo que alcanzó a revelar.
Aún la busca, hay noches oscuramente inquietas en las que florece un impulso ardiente por apresarla un instante, por retornar a dejarse cautivar por ese perfume a misterio, aunque queden los brazos más tarde, aferrando el aire.
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El farol en la esquina, y la acera corriendo como río de plata fundida, filtrándose entre los pies de los transeúntes. Él la estaba esperando. Allí en la esquina, aguardaba a la que pretendía. El sombrero caído, medio cigarrillo deshaciéndose en piruetas, colgando de la boca, envolviendo sus ojos de niebla. Y mientras la esperaba, repiqueteaban los zapatos, sacándose brillo entre sí.
De pronto la vio llegar. Venía hacia la avenida con aire de cisne herido, los cabellos danzando junto a la brisa. La vio llegar, mitad crisálida, mitad mariposa, y lo lastimó el sentirla así, tan dolosamente frágil, tímida...
Le pareció volver a degustar el rico licor de sus labios jugosos, y la ceniza le manchó el pantalón cuando la abrazó contra sí. Ella se pegó al hombre con toda la dulzura de su joven carne estremecida.
Una historia más de tantas.
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