Cuidado con el tono
A Mario lo conocí en el año 2000. Un personaje. Master en ciencias de la Universidad de Chile, si me dijo la mención no lo recuerdo, y es porque jamás conversamos de ciencias. En su reemplazo hablamos de política y costumbres de barrios. Se dedicó a la mecánica automotriz después que se alejó de su docencia, si me dijo el por qué tampoco lo recuerdo, dejando su doctorado no a medias, sino que a tres cuartos, le faltó un semestre de cuatro para terminar.
Sin apuros económicos desarmó su primer vehículo en la casa de su madre, antigua y muy espaciosa en pleno corazón de Ñuñoa, aprendiendo desde abrir el capó hasta ajustar el más sofisticado de los motores.
Recomendado por buena fuente llevé mi auto a su casa - taller. Me recibió como trata a todos sus clientes, concediendo tiempo para largas y agudas conversaciones mientras saludaba casi sin excepción a los que pasaban por su calle, vecinas de años, amigos que aún viven en casa de sus padres, sus parejas y los que se avecindaron en los nuevos condominios.
Estacioné en la entrada lateral de la casa, con espacio para 3 autos en fila y uno al fondo. Cada uno de ellos se reparaba de un día para el otro a excepción del cacharro del fondo que, sometido a una reparación compleja, su fecha de término era a plazo indefinido. Curiosa y extraña era su forma de aplicar el cálculo para sus tarifas, que se basaba en lo gastado en repuesto y simpatía del dueño. No fue fácil pero logré calcular el orden de sus ingresos. Para no ser tan injusto y egoísta también mencioné como aplicaba mis márgenes para mis gastos.
Con cada cliente mantenía una relación de amistad eterna. Se sumaban los autos de los hijos, los padres, los vecinos de cada cliente. Es lo que se llama contactos de oídas. Sus historias con muchos de sus clientes eran más anécdotas que se conversan en un círculo de amigos que una fría actividad lucrativa. Por su formación investigativa interrogaba al dueño del auto cuales eran los síntomas de la falla, así llegaba al punto exacto del desperfecto y la reparaba. No caía en la tentación de cambiar las piezas como el manual recomendaba. Primero intentaba reparar, como los mecánicos antiguos. Sentado en la terraza, y con un block de notas, junto al cliente iba desarrollando el modo operando a seguir.
Una vez entregó un auto y a los pocos días su dueña, amiga de barrio, volvió argumentando que la falla persistía. Al día siguiente el auto se entregó. Y nuevamente el auto volvió. Varias veces se vieron las caras rayando el block para llegar a la solución. Ella no quería llevarlo a un taller formal, como se lo sugería su marido, confiaba en Mario.
Un día preguntó por él un tipo de su misma edad, vestido de traje y corbata, presentándose como el marido de la amiga del auto con el eterno problema.
Advirtió que el lenguaje era distinto a su costumbre y de nada serviría sentarse en la terraza a dibujar en su block. Lo atendió en la misma vereda.
El tipo argumentaba
- Seré claro y escueto. Soy ingeniero y se perfectamente distinguir la ineficiencia y principalmente a los charlatanes.
Mario lo contemplaba. Su última frase fue decir
- no voy a permitir que me estafen.
Mario, sin corbata y sin traje, vistiendo polera sin manga donde lucían las venas hinchadas atravesando los músculos, le aforró un combo en plena quijada. El ingeniero que aún estaba con el dedo índice apuntando al pecho de su interlocutor, rodó por sobre el capó cayendo sentado en el medio de la calle mirando hacia el frente. Hizo el ademán de levantarse pero volvió a caer sentado. Un par de clientes que esperaban a Mario lo levantaron raudos y lo sentaron en su auto. El ingeniero seguía ido con la vista al frente.
Cuando recuperó la conciencia, se marchó.
En la tarde llegó la amiga a disculparse
- le dije a mi marido que no hiciera tal con venir a verte. Es muy porfiado.
Se sentaron nuevamente en la terraza a bosquejar una nueva estrategia. No se habló más del tema.
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