Yo leía muy compenetrado un libro cuando ella entró al kiosco. Estaba sentado en un taburete, en mi isla de golosinas, sin ganas de atender. La ignoré. Continué leyendo. Ella se paró frente a mí. Esperé que me interrumpiera pero no lo hizo. Seguí leyendo unos cuantos minutos y ella permaneció en silencio. Fui yo quien entonces sintió vergüenza y le pregunté:
-¿Qué anda buscando?
- Disculpe que lo interrumpa. Me dio placer verlo leer.
La verdad que no esperaba que ella dijera eso. Pero fue ahí, mientras ella hablaba, que la miré, sus ojos achinados, su pequeña boca, el lunar junto a la nariz. Era Natalia. La había visto por última vez veinte años atrás. El día que cortamos ella me dijo algo así como “ya te descubrí”. Ella sabía que yo tenía novia, no era eso lo que ella había descubierto sino otra cosa. Nunca supe bien a qué se refería pero era algo en el tono del engaño y me dolió mucho. Yo la quería.
- Cuando uno lee así, que placer Dios mío – dijo ella. – Una vez
escuché a un hombre decir que un preso en el único momento en que está afuera de su celda es cuando lee un libro que lo atrapa. Está en libertad.
Pensé que a ella también le habían pasado los años. Pero el tono de su voz y estas reflexiones que me hacía eran bien suyas. Me acuerdo que a veces nos proponíamos “ser amigos”. Nos juntábamos a charlar pero siempre terminábamos besándonos. Es inevitable, nos decíamos. Había algo más que atracción física. Era una química al conversar. A ella le gustaba hacer preguntas sobre la vida y a mí me gustaba explayarme en respuestas infinitas. Nos pasábamos horas conversando. Después nos dábamos besos pequeños, húmedos, frágiles.
Ella no me reconoció. En los últimos veinte años me había pasado de todo. Ahora estaba gordo, barbudo, ojeroso y algo pelado. Más cerca de la derrota que de la esperanza. Muy sólo en el mundo. Tal vez a causa de eso que ella había dicho “descubrir” aquella vez. Yo lo descubría ahora después de haber fracasado en el dinero y en el amor. Sólo me quedaba una cosa. Había escrito un libro que creía que valía la pena. Una vez le había dicho a Natalia que iba a ser escritor. Es más, ya en aquella época, le escribía toneladas de poemas cursis.
El hecho de que no me hubiera descubierto me dio cierto alivio y libertad. Después de todo yo no quería que me reconociera en ese estado.
- ¿Lo leíste a este libro? –le pregunté mostrándole el libro.
- No, pero me gustaría de sólo verlo a usted tan compenetrado leyéndolo, dan
ganas.
- Es un libro sobre la locura, la libertad, los prejuicios, las ganas de vivir.
Vos eras una mujer valiente le iba a decir, pero no.
- Mi padre me abandonó cuando yo era chica – dijo y eso terminó de
confirmar que era Natalia. – Estuve mucho tiempo enojado con los hombres. Me crucé con un montón de estúpidos como mi padre. Hasta que conocí a mi esposo. Tenemos una linda familia, nos revoleamos con cosas cada tanto pero nos amamos. ¿Tiene hijos usted?
- Dos… pero no los veo… estoy divorciado y mi ex ha logrado por
medio de un abogado complicármela tanto que sólo a veces los veo.
Yo le había escrito un poema a Natalia que se llamaba “Gracias”. Eso recordé. Estuve a punto de decírselo. Supe que si ella me reconocía ese momento se arruinaría por completo. Era un reencuentro después de todo. De algún modo lo era.
- Los hombres dejan mucho que desear- dijo. – No quieren
compromisos, se arrugan al primer desafío. Demás está decir que no saben de la sensibilidad de las mujeres.
Esas mismas cosas solía decir Natalia cuando la conocí.
- Pero su esposo es diferente –le dije.
- Sí, lo es, por eso lo cuido.
- Las mujeres también son bravas.
- Hay de todo en la viña del señor.
Hablaba de esa manera, como una niñita rezongona. Muy de ella ese
tono. Cuando yo la conocí también se quejaba mucho del padre, cómo podía alguien abandonar a su hija, eso no entendía, y tampoco entendía a los hombres que sólo querían tener sexo. Tal vez por eso nunca lo tuvimos. Nos vimos por unos meses. Cada vez charlábamos mucho y nos matábamos a besos. Una sola vez estuvimos solos en mi casa pero ella no quiso. Siempre me decía que le gustaba que yo tuviera novia porque era como tenerme y no tenerme.
Entraron dos chicos al kiosco. Debían de tener quince años. La chica pidió bombones con licor y el chico los compró. Él usaba un gorro de lana. Antes de salir ella se lo acomodó como quien le acomoda el gorro a un niño y lo besó en la mejilla.
Natalia ahora volvía a preguntarme de qué trataba el libro que yo leía. Le conté que era acerca de una mujer abrumada por la rutina. Había decidido tomar una gran cantidad de pastillas para suicidarse. No había logrado matarse pero sí dañar lo suficiente su corazón como para que le quedaran semanas de vida. Esa certeza de que iba a morir le había devuelto las ganas de vivir y la valentía de perseguir sus deseos a pesar de los prejuicios morales.
- El otro día vi a alguien en el colectivo que se ponía a hablar abiertamente con
un desconocido. Lo admiré – dijo Natalia.
Tuve ganas de preguntarle si recordaba a alguno de sus ex amores pero me contuve. Le dije que si quería pasara un día por el kiosco que yo le prestaba el libro.
- No, gracias, prefiero comprármelo – dijo.- Lo que sí le voy a pedir me
anote el título en un papel.
Eso hice. Le entregué el papel y sus dedos rozaron los míos. Sentí un escalofrío. Le miré los labios. Los ojitos achinados. La quise. Tuve ganas de desenmascararme, decirle que yo era Santiago, que tanto nos habíamos amado todas esas noches en que hablábamos y nos besábamos hasta el amanecer. Pero fue entonces que ella se despidió diciéndome que siguiera con la lectura. Salió del kiosco. Me di cuenta de que no había comprado nada. Temí que me hubiera descubierto a último momento. No lo sabía. Me puse a pensar si tenía alguna foto de Natalia. No, no tenía ninguna. Aquellos no eran tiempos de fotos fáciles con celulares y otros chiches del siglo XXI. Después de que ella se fue me sentí muy triste. Me quedé con ganas de decirle que finalmente había escrito un libro.
A los pocos días la busqué en Facebook. En las fotos estaba hermosa. Con su marido y sus hijos. Parecían formar una familia feliz. La envidié. Pensé qué diferente hubiera sido mi vida si hubiera tomado otras decisiones. ¿Alguna vez pensará en mí? ¿Alguna vez me recordará? ¿Un instante al menos?
La agregué en Facebook. Tuve la ilusión de que ella me aceptaría y volveríamos a vernos. Tal vez como dos nuevos desconocidos porque yo tenía mi Face con un seudónimo. Nunca me aceptó.
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