Zincovit se llama el jarabe. Una cucharadita todas las noches por tres meses, nos indicó el pediatra.
Mi hija detesta los jarabes. Llora, se revuelca, patalea y manotea para evitar cualquier tipo de maniobra de sus impacientes padres cerca de su boca. De ahí que con mamá hemos tenido que aprender a elaborar verdaderas performances teatrales, musicales o deportivas para distraerla. Algunas funcionan, y otras, la mayoría diría yo, son un rotundo fracaso, dejando al progenitor protagonista sumido en la vergüenza y la burla del otro que sujeta la cuchara.
Pero hoy día estoy contento. Creo que encontré el espectáculo artístico adecuado para que mi hija acepte el Zincovit. Dada la similitud fonética del nombre del jarabe con la canción de Fito Páez "Circo Beat", le cambié la letra al pegajoso estribillo e intenté imitar esos espasmos escénicos inconfundibles de Fito Páez.
Su reacción inicial fue de sorpresa, luego de risa, y finalmente, se acopló alegre a la canción, con esos bailecitos suyos enternecedores, tan distantes de los del artista argentino. Estando ya en onda, la cuchara con el jarabe entró sin inconveniente en su boca.
Seguimos cantando el nuevo estribillo de la canción: “¡Zincoviiiiiit!”, hasta que me pidió la leche y retomamos la rutina de sueño. Y así lo hicimos noche tras noche, por el tiempo de prescripción del jarabe que restaba.
Benditas rutinas. En mis veintitantos eran la némesis, la definición de lo que estaba mal en la vida moderna. Todo el rock, la filosofía, la ciencia ficción y la poesía que consumía en esos años me empujaban a escapar de allí. Y, sin embargo, hoy las rutinas son calidad de vida, aquello que te puede salvar de una noche de insomnio forzado, de una salida fallida, o de una discusión marital con secuela.
Así vamos mutando en el tiempo y el tiempo muta en nosotros. Y aunque al chascón rockero que sigue viviendo bien oculto dentro de mí, le dé un infarto, debo admitir que me salen bastante bien las rutinas.
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