—¿Qué podría pasar en una panadería del centro de Santiago, digno de escribir? —me pregunté mientras hacía la fila para pagar mi desayuno. —Nada —me respondí a mí mismo —, aquí no pasa nada.
La fila avanzaba lento, y yo permanecía en estado de letargo, como contemplando un horizonte inexistente detrás de la cajera.
A mis espaldas, dos mujeres esperaban su turno para pagar por sus cafés. La primera le contaba a la segunda cómo había estado su fin de semana. Nada nuevo. Unos tragos el viernes, otros cuantos el sábado, y una resaca infernal el domingo.
Luego de terminar su relato, atinó a preguntar “¿bueno y?, ¿qué tal estuvo tu fin de semana?”, pero la segunda mujer no fue capaz de responder. Un sollozo incontenible brotó al instante, mientras trataba de evitar sin éxito que se notara. La primera mujer, un tanto incómoda, posó su mano en el hombro de la segunda y preguntó titubeando: “¿Amiga, pasó algo?”. La segunda mujer tragó saliva e intentó secar las incipientes lágrimas con sus dedos, cuidando no arruinar el maquillaje de las pestañas, y, una vez recuperado el aliento, dijo: “Eso po. No pasó nada”, y volvió a sollozar.
En ese instante oí a la cajera que me decía que era mi turno. Yo, pasmado, avancé, pagué y me fui. Rápido. Sin mirar atrás. Como sacudiéndome la tristeza ajena.
—Nada. Aquí no pasa nada —me dije. |