Vivo en los hombros de una colina, a un lado hay un camino, que es paso de quienes viven en la cima. A todos los conozco. En los meses de sequía, les digo; “Lleven agua de la chorrera que tengo”, o si tienen un enfermo les presto mis bestias para que lo trasladen al centro de salud. Los de mi edad somos como casas viejas, a quienes no nos les faltan goteras. Ellos me ponen al corriente de los asuntos ejidales o de quienes llegan o se van del pueblo. Ayer platiqué con Artemio y me informó que arribaron varios extranjeros. Uno de ellos vestía de calzón blanco y con un cinturón de grecas. Con seguridad por la tarde estaría en mi casa. Es un viejo conocido de la tierra de donde soy. Por allá la gente son memoriosos y jamás olvidan.
Ya no es tiempo de correr. —me dije—, así que preferí de buena vez afrontar el agravio, de cuando él era un púber y yo, un joven impetuoso.
Vi como abría la puerta. Un tope hizo que tardara en girar el picaporte. Lo recibí acostado, senil y reumático. Él se encontraba en una joven ancianidad. Su pelo ralo y cano, no correspondía con la felina manera de caminar. Se sentó a un lado de mi cama. Lo vi disfrutar del momento, pero solo insinuó su sonrisa con la luminosidad de sus ojos. Pausada y firme me dijo:
«¡No sabes, ¡cuánto soñé con este momento! El cómo vengar la ofensa que me hiciste frente a mi familia. Me avergonzaste, y fue un cuero apestoso con el que viví.». Al tiempo que sacaba una daga con cacha de cuero y bronce.
«Es inútil que trates de justificarte. Me daría rabia que me dijeras que te perdone, por compasión, por tu edad. Pensé en darte un solo golpe. —sacó la navaja y le hizo un corte al aire—, he cambiado de parecer; hundiré la daga, hasta el tope, y la moveré de un lado a otro, así te desangraras. En la herida del puñal pondré una cinta, que evite te vacíes y manches la blancura de tu cama».
«¿Pero tú te recuerdas lo que hice? yo no, mira que los años nos van borrando la memoria. El hacha del tiempo se lleva desde la basura hasta una alfombra persa. Trataba de armar una plática, calculaba que el veneno que puse en el picaporte no tardaría en hacer efecto, la posibilidad de que yo muriese era mucha, y la de él era segura. Si en cinco minutos él se regodeaba con sus palabras, con seguridad caería, antes de que pudiese herirme.
Afuera, la tarde corría y la gritería de los tordos, me decía que no tardaba la noche.
Sacó la daga, la vio de uno y otro lado y dijo: a tu muerte tendrás mi perdón. Levantó el brazo y el dolor profundo y plateado hurgaba cerca de mi columna. lo último que vi, fue la mueca de su agonía que sustituyó a su sonrisa.
El ladrido de los perros me saltaba de un oído a otro. Luego la voz de mi compadre que me gritaba desde la reja «¡amarre a sus perros compadre!»,
Después de que se fue, me senté en la poltrona, me pregunté ¿y si llegara? |