La Crítica Del Lunes
Aquel domingo llegué a la misa juvenil de la Santa Rosa de Lima. A la que el padre Santaella nos convocaba a las 9 AM. Y no creo que yo llegaba todavía a los quince de la etapa de la adolescencia. Y tras mis pasos escuché los de Verónica, la chica de ojos claros de al doblar de la calle Hostos.
Quien para advertirme de su presencia, me pinchó el costado derecho. Pero que tal vez Yo con un pésimo dramatismo fingí el ser sorprendido. Entonces, élla ya frente a mi, me murmuró un saludito sin dar la espalda al altar mayor. Situado al final del pasillo lateral izquierdo de la parroquia. Y lo que me dijo no desentonó con lo expresivo que era su coqueteo conmigo.
Porque hacía un tiempito, que élla al pasar frente a mi casa rumbo al mercado, su largo pelo batido por el viento, ponía siempre al descubierto el lado izquierdo de su rostro. Y un subliminal signo facial suyo entraba por mis pupilas hasta alojárseme en lo íntimo. Sin embargo, algo de su aspecto general, no lograba abrirme a la reciprocidad que Verónica buscaba.
¡Por eso, lo del forzoso uso de la misa de domingo como encuentro! Qué por repetirse tanto y auxiliado en el débil filtro del varón, esta vez sé produjo un pequeño diálogo. Del que salió una cita para la tanda nocturna del cine Carmelita. Pero que el espacio entre la misa y el comienzo de la película, era muy poco para que yo encontrara las pesetas que cubrirían las entradas de ambos. Por cierto, que no aparecieron, ni siquiera habiendo levantado los pañitos de mis dos casas: la de mis abuelos y la de mis padres.
Y el tiempo imparable como siempre. Qué luego de haberse ido la mañana, llegó la impredecible tarde con el mismo resultado negativo. Y llegó la noche y temblé. Pero a las siete y treinta, quise morirme cuando la miré doblar de la Hostos para la Papi Olivier en sentido sur. Y ya con élla frente a mi, tuve que aparentar el falso rodaje positivo del plan.
Plan que mientras caminábamos hacia el centro del pueblo, andábamos por mundos distintos. Y cruzamos la Bonó, luego la Sánchez, la Cruz y la El Cármen. Pero al estar sobre la San Francisco, salió en mi defensa el cerebro: ‘algún amigo de los que circulan alrededor del parque me prestará las monedas necesarias---me dije por dentro’. Por lo que a propósito, al llegar a la Restauración, subí a la amplia calzada de la arboleda. Y nada pasó.
Pero cuando los pasos nos pusieron frente al cine, le pedí que cruzara la calle y me esperara junto al portón de entrada. Aduciendo que me urgía ver a alguien. Élla lo hizo y Yo seguí marchando al despiadado ritmo de la pieza que tocaba la banda municipal. Hasta volver al punto de partida sin los cuartos. Entonces descubrí que la chica, gracias a Dios, había desaparecido. ¡Pero el lunes tempranito, una amiga común me desayunó con la despiadada crítica que me había hecho Verónica!
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