Álvaro se retiró del Instituto el año 2012 y se dedicó a la consultoría. Su lema era “nunca más trabajar apatronado”.
Antes traté de convencerlo
- Ya tienes 56 años, mejor espera jubilar. Tienes un puesto en Tesorería. Además haces clases vespertinas de Finanzas a los alumnos de la carrera de Contador Auditor.
No hubo caso, lo decidió de la noche a la mañana.
- Además tengo buenas expectativas. Estoy conversando con gente de CORFO.
Nunca me explicó exactamente sus planes. CORFO es una empresa estatal gigantesca.
Tampoco nunca se sinceró si lo habían despedido o se retiró voluntariamente.
- Mantengo las clases hasta jubilar. Incluso puedo hacer otros cursos. Así incrementos mis ingresos. Eso no me asusta. Por mi currículo soy lo que se llama una persona contratable.
Pero no fue así. Dejó de trabajar por agosto y ese mismo fin de año ya no lo contemplaron en la nómina de profesores para ese próximo año. Aumentaron mis sospechas que su salida no fue muy católica.
Si nos juntábamos a almorzar por lo menos dos veces a la semana, después de su ida del instituto apenas una vez al mes. Pasaron a ser encuentros de comida rápida y en un local cerca al edificio de CORFO, porque en quince minutos lo estaban esperando para una reunión. No podía darse el lujo de atrasarse. Ahora vestía de traje y corbata, contrastando a como asistía a su trabajo anterior.
Ya no lo podía llamar a media mañana o a media tarde, siempre estaba ocupado. Respondía susurrando, seguramente con el celular bien cerca de su boca. Me lo imaginaba bajo la mesa.
- Estoy en reunión. Yo te llamo.
Nunca me llamaba.
Si antes hablábamos de libro, de política, ahora solo se refería a sus proyectos en CORFO. Se reunía con Vázquez y Gómez. A veces nombraba a otros.
- ¿Pero Vásquez es el profesor que según tu no sabía nada, y sugeriste que no lo contrataran de profesor?
- Pero es muy bueno para los proyectos.
- Y Gómez, es el que trabajaba contigo en Tesorería.
- Sí, pero a él si lo despidieron. Así que le devuelvo la mano.
- Pero ¿te sirven? – lo dije sin saber siquiera que hacían.
- Pero yo los dirijo. Los proyectos me lo asignan a mí. Y yo armo el grupo de trabajo.
Así pasaron como tres años. Una vez lo llamé
- ¿Almorcemos?
- No, no puedo.
- Pero baja un rato. Así te distraes.
- Ha claro. O sea porque tú me llamas tengo que correr a juntarme contigo. No, ahora no puedo.
Me cortó. Sus respuestas se endurecían.
Otra vez me respondió su señora. Se le había quedado su celular en casa. Si el motivo de la llamada era urgente ella se ofrecía cortésmente llamar a las oficinas de CORFO y él se comunicaría conmigo. Le había dejado un par de números telefónico donde ubicarlo.
Varias veces nos juntamos con amigos en común. Agrandado les contaba sus andanzas y progresos en tan importante empresa. Cuando pasábamos por la calle del edificio, el indicaba muy orgulloso
- Ahí están las oficinas de CORFO. Ahí trabajo yo.
Después de nuestros encuentros de medio día, antes de entrar al edificio pasaba a una panadería que se encontraba en la misma cuadra a comprar una marraqueta pidiendo que le agregaran una lámina de alguna cecina.
- La tarde es larga. De aquí a las seis, la hora de salida, necesito comer algo. Ha, el café es riquísimo.
Así pasaron otros tres años. Por cortesía lo llamaba en las fechas importantes del año. Para su cumpleaños, mi cumpleaños, navidad, y siempre la misma tónica. Nunca estaba disponible en la hora que lo llamaba. Siempre en reuniones.
También a veces me llamaba. Para aprovechar que venía de vuelta de un cliente. Nuca supe cuáles eran sus clientes.
- Podríamos juntarnos abajo.
Abajo. Así tal cual. Si quería verlo sería en la entrada. Eso sí, debía de estar atento, porque cuando aparecía subía las escaleras a dos escalones. Corriendo. Mostrándose apurado. Un par de veces lo atajé. Pero después ya no. Se perdía en el interior. Lo perdía.
Así pasaron otro par de años.
Una vez nos juntamos y tuve una emergencia, necesitaba enviar un documento por mail. Le pedí y a regañadientes me ofreció ocupar los computadores de CORFO. Subimos las escaleras hasta el segundo nivel donde se encontraba la biblioteca que ocupaba toda la planta. En un mesón largo se ubicaban seis computadores, para uso compartido. Me indicó uno y Álvaro se sentó a mi lado. Entré a mi cuenta en mi nube y envié el correo. Durante la operación que no demoró más de un minuto se acercó un administrativo no muy amistoso a pedirme las credenciales. Enfatizo que para usar los computadores necesitaba inscribirme. Álvaro se interpuso aclarándole que él me autorizaba.
- ¿Y Usted tiene credenciales?
- No, pero Ud. me conoce.
- Si. Lo ubico. Pero igual necesita credenciales. - Recalcó.
- Ya lo envié. – dije apurado. Me levanté para detener ese diálogo sin rumbo.
El administrativo se retiró y Álvaro me ofreció sentarnos en los sillones. El lugar era acogedor y amplio. Había varios sillones con sus mesitas de centro. Pasamos por la máquina de café y con un vaso en la mano nos sentamos. Desde ahí me mostraba los distintos estantes con libros de diversos temas. Luego, en otro espacio, las mesas de reuniones
- Ahí nos sentamos cuando capacito.
En eso estábamos cuando se acerca una señora del aseo, arrastrando un carrito con los utensilios. Se dirige a mí
- Se puede parar y sentarse allá, necesito acomodar los cojines
- Señora por favor, estamos en reunión– interrumpió Álvaro, alterado.
Le comuniqué a Álvaro que me retiraba, así que caminé a la salida. Álvaro detrás
- Espera, espera, si ya se va a ir, siempre es lo mismo.
- Oiga. Llévese su café. Ya estoy cabreada de limpiar. No ocupan los posavasos. Dejan manchada la mesa y los sillones llenos de migas.
Pasó la pandemia. No sé nada de Álvaro. No lo llamo ni el me llama.
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