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(El cojo que anduvo)


A mis sobrinos

Fue precisamente una camioneta de motor la primera que hizo su aparición en el lugar; y el conductor nadie lo podría imaginar: ¡era el hermano mayor! Éste, con voz de mando desenvuelto, y porque apremiaba el momento, conminó a los animales a regresar presto a la casa, mientras pegarles fingía, y quitándome de la arteria peligrosa me llevó al pueblo en case de la tía.

Estar bajo la atención y cuidado de la parentela, significaba una cosa muy diversa entonces, pues aunque herido, bien molido y torcido como salí de aquellos lances, sólo cabía esperar me hicieran partícipe de su cazuela. No hubo quién me atendiera, llamara un médico o me diera una pastilla; sólo un rincón en cama dura de madera se podía esperar de aquella gente sencilla. Pero, debo advertir que esto representaba ya varias ganancias, pues en nuestra desabrigada morada no se podía encontrar más nada, ya que vivíamos al garete de las circunstancias.
Todo el resto del día lo pasé dormido, quejándome de los dolores por el cuerpo molido. Muchas horas pasé adormilado y soñé en forma increíble, que casi perdí el control; esto era también algo inconcebible, pues nunca antes había estado en la cama mientras hacía su recorrido el sol. Y fue hasta que hizo su entrada la noche primera, cuando se asomó una señora, diz que le decían curandera. Me dijo entonces la matrona rolliza que me quitara la camisa; pero no sé si por temor o por rubor le contesté que sólo me dolía un pie. Y ahí estuvo sobe y sobe la rodilla, que casi me la aflojó, diciendo que los nervios se habían hecho una pelotilla, y yo quejándome de la aflicción, pues aunque mucho me rogó no me quité el pantalón. Y fuera de esa media curación no hubo más, ni se presentó la ocasión.
Y cuando llegó la noche sucedió sin más reproche, que todavía me desquité de las mil desveladas anteriores, pues la jornada nocturna entera la pasé en un mundo de fantasías y aventuras mayores. Sí, en aquel primer día y velada de ensueño, me sentí como potro libre y sin dueño. Y aunque el lecho no era muy halagüeño, pasé varias horas sumergido en el misticismo del sueño. Quedé muy sorprendido que nadie me jalase tempranamente las cobijas, o que me diera un grito prematuramente la abuela; la tía tenía algunas dos o tres hijas que se iban muy pronto a la escuela. Estar acostado todavía a las nueve de la mañana y saborear la almohada, y todavía que con cuidado me llevaran al comedor, me hacía sentir en verdad una persona atrofiada, o bien un refinado y distinguido señor.
Por eso, desde el primer día, quise ser lo menos gravoso a mi tía, y aunque arrastrando la pata, procuraba a nadie dar lata; en lo que podía me acomedía sin pensar más en mis males, si bien, haciendo pucheros; y así, les barría los chiqueros, bañaba y daba de comer a los animales.
Poco más de una semana pasé en aquel respetado lugar, con las finas atenciones y la compasión familiar. ¡Ah!, pero debo decirles a ustedes con honor, que pronto me agencié de un bordón para ayudar mi dislocación, pues cada paso que daba significaba un enorme dolor. Cierto que yo no me lamentaba, ni lanzaba destemplados gritos, sino que por dentro todo me aguantaba sin dejar de hacer pucheritos.

En la casa de la tía todo cuanto se servía era muy apetitoso, pues cocinaba la abuela siempre con alegría y gran cuidado amoroso. Y para demostrar tal afirmación, basta —como se dice— un botón. Hay platillos que nos gustan, porque se sugieren y exaltan; pero hay otros que nos rechinan y entran a la barriga desairados, como mala medicina, por más que sean delicados. Para mí es el caso de ciertas carnes, verduras y comestibles, como el chayote frito, las albóndigas y algunos otros que por graves composturas perceptibles omito. Pues, es el caso que este compendio revela, y no miento, que en la cocina de la abuela, todo era de buen cocimiento. No había potaje preparado por sus manos que no mereciera rendido homenaje, y en esto nada hay de adulón o zalamería, pues la cazuela de la abuela a todos sin excepción complacía. Cada bocado hacía abrir más los ojos, buscando, claro está, la cazuela, pues se gustaba tanto la comida preparada por la abuela, que en la medida que se comía se encendían más los antojos.
Se podría pensar que eran tiempos de pelada carpanta y que así todo sabe bueno y la polifagia espanta; pues como dice un dicho de los descarados escualos, “para una buena hambre no hay dientes careados ni malos”. O, mejor, traducido en cristiano, como canta el tiburón ufano: ‘para un buen apetito, todo alimento es blandito’, y así puede pasar sin fijón cualesquier imperfección.

Cierto que a veces pasábamos las de Caín en aquellos arrabales separados, más nunca faltó el pipirín ni a nosotros ni a los animales prestados, pues siempre se resolvió el avituallamiento, aunque fuera de otro corral sollastriento. Eso nos pasó a su tío Lupe y a mí en cierta ocasión cuando por prueba o por tentación compareció ante nosotros la hambruna, y sin hallar solución alguna, sin remedio ni atenuantes tuvimos que actuar como le hacen los tunantes. Juntos y sorbo por sorbo haciéndole un agujerito de cada lado, por supuesto, nos tomamos un huevo de guajolota enterito timado, apenas puesto; claro que no faltó un regañito en la declaración penitencial, pero este hecho fortuito y con razón incidental ocurrió por varias circunstancias, como no saber evangelios ni claras sentencias de justos y moderados reyes, que proclaman con verdad que la necesidad y sus derivados carecen de leyes.

Pues bien, para no extender más este rato con este agregado paréntesis, ahora debo concluir el relato, haciendo con cuidado una brevísima síntesis.

En el seno de la familia todo iba bien y, con paciencia casi me estaba acostumbrando, pues había respeto y condescendencia, mientras me estaba recuperando; pero al salir a dar los primeros pasos por la calle, sólo hallé ojos mortificantes y burlas de alto ensaye.
El colmo fue cuando sin escuchar los consejos de la abuela, decidí visitar a mamá, su abuelita; pues una semana había pasado enterita sin saber nadie de casa, ni de la escuela. Y, aunque mucho se resistieron a que saliera al campo y al sol caluroso, pues nada podía hacer en tales circunstancias, yo me obstiné con todas mis ansias y me fugué a media mañana presuroso.

En cuanto gané la calle de aquel pueblo, escuché nuevas burlas, descomedidas miradas y ecos de desconsuelo, de parte de muchas chiquillas, mientras pasaba serio frente a las greñudillas, haciendo oídos sordos a sus gansadas: ¡Ahí viene el cojito!, ¡ahí viene el cojito!, decían en tono burlón y se morían de la risa, en tanto que yo avanzaba de prisa, apoyándome lo menos que podía en mi bastón y tratando de caminar derechito. Pero, por más que me animaba y daba valor, el cuerpo se ladeaba en diagonal y tenía que usar el bastón para mitigar el dolor y conservar la vertical.
Me parecía interminable traspasar seis viviendas escasas para ganar las afueras del barrio y dejar atrás todas las casas, para evitar escuchar la burla desconsiderada de las pitusas que me consideraban un viejo inválido y agrio.
Ellas, sin embargo, se asomaban y al ver que cojeaba nervioso, más elevaban su parlería sardónica, mientras a la espalda escuchaba rabioso su pesada gritería irónica. Entonces se me revolvía la sangre de impotencia y apretaba el paso y con ello se arreciaba el dolor sin clemencia.

Considerando esto lo más cercano a una desgracia cabal, y más lo desatinado de aquella incomprensión sin igual, recorrí con dolor y avergonzado de impotencia aquel trayecto desdichado que separaba el pueblo de mi ranchería y residencia. Y aquí les cuento que hubo mayor aumento de aquellos males, cuando me acerqué macilento y sin aliento al lugar de recuerdos tan fatales. Con todo, me detuve un tanto meditabundo y aquietado, para recapitular lo acaecido, la empresa de la curación en casa de las tías, y luego cosas más graves que pudieron suceder allí hacía ocho días.

Pero, no obstante toda mi calma puesta en el asunto, aconteció que me hirvió la sangre en aquel punto, y eché toda la culpa de mi desbarrada y actual miseria a los animales y a su irracional feria relajada; sobre todo al caballo desdeñoso e inconsciente, que con su hambre insolente y enfurecida provocó el frenazo de la yegua y mi amarga caída. Y hasta llegué a proyectar que en cuanto tuviera a la vista al malhadado animal, sin que mediara advertencia y a toda prisa iba a atizarle una paliza fenomenal; ya casi acariciaba entre mis manos la baqueteada vara de mezquite que dejaría acardenalado al caballón insolente; todo esto como puntual desagravio a mis perjucios, y para que no volviera a soliviantar nuestro ganado, inventando otras mañas y artificios.

Así pensando y quejumbroso por el dolor de huesos, subí paso a paso y me recargué en las barras más altas del puente y sus travesaños; desde ahí divisé el panorama ingente y de poesía como si hubieran pasado mil años: allá arriba el imponente y sin igual cerro llamado la Montaña, rodeado de crestas y espejos florecientes que a diario el sol baña.
Este complejo bucólico elevado y altozano collado, servía de escudo al poblado, y remataba y adornaba un monumento renombrado; abajo a través de todo el valle, se extendían plantaciones fructíferas de gran talle y un inmenso mar de tierras ventrales, ricas y de pujantes crecimientos germinales, hasta las lomas de la sierrita; y muy cerca de mi estadía, debajo del puente y ya cerquita, casi rozando, se escondía mi casita, hacia donde con ansias me dirigía no precisamente cantando, no sin esfuerzos hirientes y mi lacerado pie cojeando.

A nadie había encontrado todavía para saludar, y me puse a imaginar las bromas de hermanos, primos y amigos que había de soportar. Pero, sucedió que en aquel mismo momento, vino el recuerdo de las niñas con su jueguito que aumentó mi lamento. Resonaron entonces en mis oídos de nuevo sus agobiadas y pesadas chanzas: —¡Ahí viene el cojito!, ¡ahí viene el cojito!; —¡cojito, cojito, a que no nos alcanzas!; y recordé que se escondían presurosas las morenas y rubiales, detrás las puertas ruidosas, temiendo que como viejo sulfurable les zumbara con el bastón a las taimadas mocosas con mi sable.

Cauteloso emprendí el descenso, moderando el paso y poco a poco; pero en aquel instante vino no supe de dónde un calor intenso, que desató dentro de mí de repente un viento loco: me vi envuelto por una salva de impotencia y de coraje, lo cual hizo que arrojara furioso el bastón con violencia y con todas mis fuerzas hasta un estercolero; en seguida, resuelto emprendí la carrera audaz, valeroso e intrépido hacia abajo del sendero, mientras gritaba fuerte, con grande dolor en las costillas y ahogando el sufrimiento que me causaba el esfuerzo en mis rodillas, todo sin dejar de repetir con enojo: ¡No estoy cojo, no estoy cojo!; ¡yo no quiero ser un inválido! Yo no estoy lisiado, ni atrofiado.

Y corrí y corrí frenético, veloz e incontenible, impulsado por el natural declive idéntico del suelo imperceptible. Todavía cuando llegué al raso del camino, iba corriendo impulsivo y sin destino; pero, algo raro noté de improviso y me detuve al instante curioso. Entonces me percaté de lo ocurrido: ¡oh! milagro portentoso!, fue algo que inmediatamente verifiqué lleno de júbilo y de gozo, que de mi pie, mi espalda molida y mi rodilla torcida ya nada me dolía.
Esto lo comprobé espontáneamente, cuando me detuve para gustar aquello que no creía razonablemente, y pude caminar normal, sin renquear. Y caminé y caminé goloso y de agilidad y fuerza repletos, saboreando mis pisadas y echando saltos completos. Este milagro era perfecto y cierto, estaba rehabilitado, no tenía nada en los pies, ni en el costado a mí que me creían ya muerto.
Entonces fue cuando estallé de alegría, y grité fuerte y me contuve, corrí de nuevo y me detuve para comprobar aquello que me parecía una fantasía. Realmente estaba curado, y había tenido esa sin igual experiencia de gozo, gracias al desatinado ganado.

Todo ocurrió en el silencio de aquella mañana deslumbrante, cuando caminaba solo y poco a poco, pues si me hubiera visto algún paseante, me hubiera creído sin duda un loco. Fui corriendo a la casa de mamá hasta aquel caserío chiquito, y ella se quedó asombrada al verme caminar derechito, pues el hermano mayor les informaba, sin exagerar, que yo seguía muy malo y que realmente no podía caminar, pues hasta entonces nadie me había ido a curar.
Entre asombro y emoción le conté de corrido todo lo que por el camino había sucedido, y ella me dijo simplemente: “Dios te tiene preparado algún cometido, por eso te curó de repente”.

* * *

—¿Que si le di la paliza al caballo de marras?
—No. Eso lo habría hecho si hubiera seguido de malas.
Al contrario, le di gracias a Dios, porque ese acontecimiento que les he presentado en el cuento, fue algo que me puso muy contento y aprendí que junto con el aparente olvido de nuestro estamento, hay Alguien que vela por todos en varios modos, y a través de incidentes nos lleva de la mano, aunque parezca lejano; ya saben ustedes, además, que cuando una cosa buena sobreviene, nadie en pensar mal se entretiene, y todo el dolor y sinsabores quedan atrás.
Esto es lo que acontece justamente cuando rectificamos el camino equivocado puntualmente. Se olvida el pasado y todo lo anterior y queda sólo aquello que está por delante y es mejor; pues la vida del ser humano es paciente construcción y rectificación, el fruto anhelado de creciente vigor que el ser agradecido va logrando paso a paso y se expresa en cantos gozo y de liberación.

Texto agregado el 12-10-2004, y leído por 265 visitantes. (0 votos)


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