LA MODELO
Como cada día a las 8:00 de la mañana, la modelo llegó al taller del pintor retratista Silverio Abreu, quien era reconocido por la calidad de sus obras y por el increíble parecido con que pintaba los rostros.
Aunque en sus inicios
realizaba todo tipo de temas, últimamente pintaba exclusivamente retratos femeninos que hacía frente una modelo. Trabajaba en la comodidad de su estudio y disfrutaba del trato cercano con ella, su motivo de inspiración.
Susana, quien era la modelo en esta ocasión, fue recibida con alegría por el pintor, quien le estampó un beso en la mejilla mientras la apretaba suavemente contra su pecho.
Le dijo: "No te desesperes, que ya estamos terminando. En unos días la obra estará terminada".
—Tómate todo el tiempo que necesites, —respondió ella, añadiendo—:
sabes que cuando estoy a tu lado el tiempo pasa volando.
El pintor la miró con ternura al pedirle:
—Bueno, cámbiate y siéntate en el sofá. Hoy quiero que avancemos mucho.
Así lo hizo la mujer. En pocos minutos se puso la vestimenta que lucía en el cuadro y él la ayudó a conseguir la misma posición de los días anteriores.
Silverio la observaba detenidamente comparando su postura con el cuadro inconcluso, y vio que no era la misma. Entonces se le acercó, resuelto, le enderezó el sombrero, le giró el rostro unos centímetros y se colocó detrás del caballete.
—Ahora sí estás perfecta ¡Mantén esa sonrisa!
Ella
obedeció y permaneció estática por mucho tiempo, mientras el joven mezclaba los colores en la paleta y los aplicaba con seguridad sobre el lienzo. Después de cada pincelada el parecido era mayor.
Así trabajó por dos horas hasta que dio por terminada la sesión.
—Relájate ya. ¡Basta por hoy! —le dijo a la mujer.
—Era justo —rio la modelo—. Esto de permanecer como una momia tanto tiempo sólo lo hago por ti.
—Lo sé. A propósito: esta noche llevo a tu casa algo rico para que cenemos juntos.
—Cierto: hoy es martes. Ahora vete a descansar, que debes estar agotado.
Y dándole un beso, se despidieron con una mirada de complicidad.
Susana se acerco a ver la pintura y se quedo maravillada con el parecido. Entonces le dijo:
—¿Sabes, amor? No me puedo quejar. ¡Me siento orgullosa de tener un hijo artista como tú!
Y la mujer salió del estudio satisfecha con la buena relación que llevaba con su hijo.
Su mutua companía los hacía muy felices; en estas mañanas que pasaban juntos se evidenciaba el amor filial y la empatía que se manifestaban al juntarse cada mañana para realizar la labor conjunta.
Alberto Vásquez. |