Para Pepe, Manuelito y Rafa.
En esta ocasión quiero referir a ustedes un episodio especial, de esos que nunca llegan en bola y tuvo su cumplimiento cabal al coincidir situaciones diversas unidas en una sola. Y, para mejor compendiar lo que explico, primeramente me ubico.
Aquellos tiempos de la tierna infancia por una u otra circunstancia se veían detenidos y la vida marchita; por ejemplo, no había modo ni medios para curarse las personas ante cualquier adversidad, perjuicio o eventualidad fortuita. Solos había que afrontar el temporal y esperar el escampado, pues de nada valía mirar o esperar ayuda venida de algún lado. El cielo sereno era la única esperanza, pero tantas veces estaba anublado y el sol perdido en lontananza.
Nuestra casa, si así se le puede llamar, era a veces un tugurio sin hechizo de encantar, con montaje espurio, de una sola pieza, sin piso y poco ancha, más parecido a una covacha. Otras, cuando arrimados, normalmente bajo aleros con un alabe inquietante por techo; de un solo lado cubierto y por los costados y de frente abiertos, llegándonos el aire sin freno, derecho. Solamente cuando vivíamos junto con la peonada de las haciendas, dejábamos nuestros motilones aposentos para disfrutar más o menos contentos de regulares trastiendas.
Cuántas veces tuvimos que observar a su abuelito un poco afligido en sus imprevistas penalidades, lesionado, maltrecho o herido, por causas de accidentes sufridos en el trabajo o con los animales. Uno de esos angustiados lances ahora les cito en modo genuino, y que sirva de etiqueta, pues fue cuando un camión como fiero animal, lo arrolló al llevar el nixtamal al molino muy temprano viajando en su bicicleta.
Serían como las 5:30 de aquel día señalado, hora indicada en la pradera, para que el crepúsculo aureolado anunciara inminente la alborada mañanera. Todavía, sin embargo, se agitaban obstinadas las sombras inquietas, como contentas o tremulentas por haber participado en una noche de fiestas. Entonces emprendió su abuelito decidido el derrotero manido, para luego seguir el que se extendía al término del camino conocido, y era la carretera enchapopotada, que en aquellos tiempos era poco transitada.
Como a diario gastaba el mismo recorrido, sabía de memoria los trazos y su sentido. Pedaleba con firmeza y entusiasmo apretando más fuerte la entiba zurda, y había pasado ya el “Valle de Ruesga”, cuando de pronto, en la mera curva, un empujón con espasmo de su línea lo sesga. No era ajeno al ruido del motor que se acercaba nada pigro, y muy potente se embalaba en un cajón de los llamados “trailers” de peligro. Y el abuelo, que era discurrente y comedido, desde luego que se bajó de la cinta de asfalto, y tomó la vereda del suelo por prudencia y buen sentido, pero no se imaginó que viniera por detrás y de improviso un asalto.
Y ¡zas! allá va, dando tumbos por el breñal poco espeso: ¡que cae, que no cae!, mientras interiormente musitaba su rezo. El equilibrio llegó a puntos azorados y perplejos, cuando la fuerza de la inercia se canteó del centro más lejos; entonces y sin poderse acomodar tantito, con todo y bicicleta tuvo que aterrizar su abuelito.
Todo pasó como aviene en cualquier caída accidental, no hay dolor, no corre el tiempo y toda la vida parece normal. Sólo cuando se abren los ojos y ha pasado el momento del artificial embeleso, luego de un segundo de angustioso suspenso, es cuando aparece la rabia con sus enojos y deja sentir todo su peso.
Faltaba muy poco para llegar a la meta señalada; su vista acariciaba ya el umbral: el pueblo donde ustedes viven, o pedazo de cielo, el cual estaba entonces por despertar, cuando el abuelo tuvo que recoger del suelo, ambas retorcidas y bien chuecas, la bicicleta y, ya sin nada dentro que saborear, la cubeta vacía del nixtamal. Los granos de maíz cocidos y encalados, esos que sirven para hacer las tortillas de masa, quedaron por tierra dispersos y revolcados, como se arrojan por tierra las cáscaras tostadas de semilla de calabaza.
Trastornado por el incidente desusado que lo dejó maltratado y sin etiqueta, tornó a casa el abuelo lesionado y un tanto preocupado cargando su bicicleta. Era el sustento básico de toda la familia lo que acababa de perder, y habrían de pasar unas horas de vigilia para volverlo a cocer.
A mamá le sorprendió la llegada anticipada, y mucho más que en la cubeta no hubiera pasta remolida ni nada. Y cuando dejó su abuelo tirada la bicicleta y quiso despojarse la chaqueta, hasta entonces comenzó a sentir el dolor, y no porque se le hubiera agotado el valor. Es que había pasado ya el tiempo de la sorpresa y turbulencia, y el enfriamiento natural del cuerpo le puso delante su existencia. Corrió su abuelita de prisa, y mucho se sorprendió al ver empapada en sangre la camisa. Pronto trajo un poco del agua hervida, que no dejaba de burbujear arriba del fogón de leña, y se puso a desinfectar la herida, y a quitar con cuidado de la carne viva las rebabas de cardo y breña que se habían adherido al costado.
Era ya la hora de levantarse para los niños, y corrimos hacia el papá para abrazarlo y buscar nos hiciera sus acostumbrados cariños. Pero atónitos detuvimos el lanzamiento del bulto para que él nos atrapara en el viento, como solía hacer siempre contento, y quedamos conmovidos con singulto y harto susto, ante aquel espectáculo sorprendente y de lamentar, ese que todavía causa dolor cuando lo vuelvo a recordar. Impávido, como siempre, con un galce excesivo sobre el hombro y muy profundo, el abuelo parecía el hombre más feliz del mundo, mientras narraba con detalles el incidente sufrido, que lo tenía allí postrado y con sus leves ayes molido.
¡Qué carambadas! -decía su abuelito con un tono de voz bajito y un poco angustiada- ¡si siempre sigo las mismas rodadas y nunca me había pasado nada!
Él argüía muy seguro que iba fuera de la carretera y su pavimento, pero que la máquina o esperpento se bajó de su derrotero en ese momento. Nos refirió a todos con santo y seña cómo oyó de pronto el golpe seco, como cuando se parte la leña; él recibió en el hombro la embestida, y percibió que el impacto se clavó como una daga y se la dejó escondida. Luego, repetía, que todo había sido querer conservar el equilibrio y la perpendicular completa; que tensó cuanto pudo el manubrio, sólo que el trastazo simultáneamente había impactado también su inconfundible y original bicicleta. Lo singular no estaba en que fuese distinta o volara como un avión, sino que era de marca muy rara y casi extinta, de la etiqueta “Clarión”.
Y aquello que más afligidos observábamos en su fornido dorso u omoplato, era la incisión profunda que hacía estremecer la carne viva en sobresalto. Mucho admirábamos la entereza de su abuelito y el talante en aquel penoso trance, pues no se quejaba ni tantito de aquella herida sangrante, sino del accidente en sí y de todo su alcance.
Sí, yo creo firmemente y con verdad, que él más sentía y le dolía el hecho de haberse arruinado con tal adversidad, la comida de la familia de ese día. Además, para las pobres economías de nuestra comunidad, el deterioro grave de la Clarión reportaba una verdadera calamidad. El perjuicio de la bicicleta recalaba sin duda en varios males: servía para ayudarnos en todo el trabajo, se usaba para acarrear el agua y forraje a los animales, en la misma nos enseñábamos a pedalear junto al tajo; allí se transportaba su tío Félix a la escuela, y en ella íbamos a visitar en ocasiones a la abuela.
Con todo, en medio de estas tristes condolencias, el tiempo apremiaba y no había que andar con más condescendencias; por eso, ante el asombro de todos los de la mesa, que nos quedamos pasmados con su entereza, el abuelo se fue tranquilo a cumplir sus habituales quehaceres como peón de latifundistas, y pidió a su abuelita que ella también concluyera sus deberes, poniendo a cocer más nixtamal y lo moliera en el metate para hacer unas gorditas.
Se fue con su desgarrón coloreado y la carne descubierta, mientras nosotros quedábamos asombrados y la boca abierta, al escuchar que sentenció desde la puerta en tono formal: —“Aquí no ha ocurrido ningún funeral —lo dijo en tono familiar acostumbrado, pero sin dejar replicar más a los que queríamos consolarlo—: todo mundo a su labor, sin discusión: —Ud., a la escuela, dirigiéndose al mayor, sin dilación; —Ustedes, dijo, vuelto a todos los chiquitines, acariciándonos la greña: cuidan los animales, componen esos rines, vayan a traer el agua y partirán también la leña.
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Como ustedes ya lo habrán captado enseguida, y quedarán enterados que eran aquellos tiempos más exigentes, muy distintos de los actuales que poco esfuerzo reclaman a las gentes, pues ahora se tiene casi todo al deseo y a la medida.
Cierto que era dura la vida de aquel entonces; pero a veces había milagros que hacían repicar los bronces. No todo era resignación, desdicha o sinsabores sin medida, pues dentro de las convulsiones había también dicha al descubrir que teníamos algunos valores y, sobre todo, que Alguien nos miraba desde arriba.
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