Lo más lejano que logro en un descenso en mi edad, es verme frente a mi hermana. Ambos parados sobre dos sillas en lados paralelos de una mesa rectangular. Y en los otros dos(los más cortos), nuestros padres también comiendo. Ellos sentados y nosotros de pies con una conexión visual directa.
Y recuerdo que las raciones eran diferentes en su contenido alimenticio, qué presumo se debía a nuestras capacidades de masticación. Más, ignoro porqué no tengo en mi memoria, las imágenes físicas de los tres en ese momento. Algo que admito como normal, sólo durante la noche: y que quedaba resuelto con una jumeadora sobre una alcayata. Alimentada con la medida de a chele, del bidón de gas de la pulpería.
Y la inolvidable queja del medio día contada por mi madre a su marido, cuando el gato por robarme la avena del plato, me arañaba los ojos. Y que él, alarmado por la noticia, intentaba matarle golpeándole la nariz con un palo de escoba. Con la ilógica, para mi, oposición de mi madre. ¡Mis primeras muestras inconscientes del egoísmo!
Y la nocturnal oscuridad que ponía a prueba nuestro oído. Por aquello de no ver los rostros, pero conocer las voces. Y con ellas, los cuentos, las décimas y los tercios memorizados. Con sus requilorios de peticiones, que de cierto modo, eran inventarios de los ausentes perennes y los transitorios. Y todo dirigido por los que no sabían de letras. ¡Pero vaya usted a saber que clase de memoria sé gastaban!
Sin embargo ahora lo que envidio de ellos, es su aceptación pasiva a los cambios físicos y a la degeneración de sus cualidades operativas en el vivir de cada día. Ese estar sin importarles las distancias, los lugares, el giro sempiterno del planeta y la ubicación nuestra en el mapa universal. El tolerar con resignación la pérdida de la visión, la dentadura, la audición y hasta el apetito.
Hasta irse dentro de un cajón con la pasividad de un pajarito. ¡Qué felicidad!
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