Te contemplé mientras el auto se alejaba. Tus ojos brillaban en la semipenumbra y revolvías tus manos como si quisieras atrapar algo que se te escapaba. Las despedidas siempre son tristes, ya lo sé, pero uno debe mantener la templanza para que después no lo tachen de sentimental. Me diste la espalda para que no presenciara esa lucha tuya con esa sincera emoción. Preguntaste algo sin sentido en un vano esfuerzo por disimular este momento. Sé que te molesta ser así y luchas contigo mismo para que la emoción no se desborde.
Yo soy buena para estas cosas, a mí se me atragantan las lágrimas y disimulo mi pena con una verborrea incontenible. Y quedo como la mujer fuerte, la que no se quiebra con nada. Y me da vergüenza, porque yo también la quiero, la atendí, la alimenté, le brindé un amor desmesurado, jugué con ella, tuve más interacción que la que tuviste tú, siempre contemplándola en una especie de segundo plano, acaso para no involucrarte tanto en esta cosa de las emociones que se te hacen tan inmanejables.
Cuando el auto con tu hijo y nuera dobló y se perdió, tú también te diste vuelta, evitando mi mirada. Entraste precipitadamente a la casa y te seguí. No era difícil para mí entender que la imagen de ella latía en tus recuerdos. Expresabas cosas inaudibles y yo te preguntaba por inercia, porque sabía que no me repetirías lo dicho, estando segura que ni tu mismo podrías explicarlo.
Sus huellas están por todas partes. Invocan recuerdos, aromas, ecos de pasitos leves, rutinas tronchadas que se irán disipando trabajosamente en el día a día. Se nos fue, nos la arrebataron, pero eso lo sabíamos desde el momento en que la recibimos. La quisimos con todo el amor de nuestros corazones, jugamos con ella y abrimos todas las puertas para que ella investigara cada espacio y se estableciera donde se sintiera a sus anchas. Abuelos querendones, malcriadores, estábamos felices de saberla cómoda y otorgándole nueva vida a los rincones más insospechados. Nos enternecía verla dormir con tanta placidez y en las mañanas sentirla trepar a nuestra cama para saludarnos.
Vamos, pensemos en otra cosa, aunque su recuerdo se imanta en la mente, precisa en los detalles de cada situación. No debimos apropiarnos tanto de ella, sabiendo que pronto la vendrían a buscar, que después sólo reinaría el silencio en las habitaciones y en las oquedades de nuestros sentimientos. Curaremos nuestros corazones tras el paso de los días, de eso no tengo la menor duda.
Tus ojos brillan demasiado todavía. Piensa en otra cosa, en el mundo quizás y sus avatares, en la violencia desatada de aquel país, del cambio climático, de la miseria de las naciones africanas, pero, ¿qué digo, si todo eso es para llorar a mares?
-Ten, bebe un sorbo de esto. Te alegrará un poco. No, se me olvidaba que lo tienes prohibido. Acaso sea tan peligroso como esas lágrimas que te tragas y que no dejas fluir por los cauces profundos de tus mejillas. Llora, llora y sincera tu corazón. Te sentirás mejor. Yo no, yo no lloro y sí lo hago, pero diluyo mis lágrimas para transformarlas en palabras. Y hablo y argumento y mareo con mi discurso interminable que no es otra cosa que la pena que se difunde de diferente manera.
Ya está en su casa, tu hijo ha enviado un whatsapp en donde te avisa que llegaron. Están tan lejos, tan lejos, en el otro extremo de la ciudad. Ha enviado una fotografía en donde ella luce un poco incómoda. Deberá reacostumbrarse a esos espacios, a calcular sus carreras y redescubrir esos rincones para su reposo.
Es su hija y se la merecen. Sólo fuimos sus abuelos consentidores que le permitimos casi todo. Sonríes en esta especie de paso de cebra que brinda la pena retenida. Y nos abrazamos. La quisimos tanto en estos días. Y es sólo una gata, una minina de raza angora, de pelaje frondoso y albo como tus sienes. Una gatita sagaz, de rutinas claras y peticiones urgentes. La quisimos como una nieta. Como se quiere a alguien que con su sola presencia otorga otra razón para vivir.
El río tuyo fluye de manera interna recordando a Isadora, la bella gata de tu hijo y nuera.
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