Mamá hacía nueve meses que estaba embarazada y papá hacía nueve meses que se había ido de casa. Esa mañana mamá me pidió que la acompañara a la casa donde trabajaba de empleada doméstica porque tenía que limpiar algo especial y con el bombo que tenía por panza le iba a ser difícil. Me dijo que si iba con ella me prometía comprarme una paleta de caramelo de colores. Yo sabía cómo eran las promesas de mamá, porque no tenía un peso, siempre quedaban para más adelante pero necesitaba ayuda y no me iba a negar. Antes de salir me pidió que fuera de Ernesto, el vecino que vivía abajo en el FONAVI, a pedirle un poco de arroz y aceite. Ernesto era visitador médico y siempre nos daba una mano. Desde que papá se había ido la cosa se había puesto más dura de lo de costumbre. Le encomendamos a mi hermana Sarita que le hiciera de comer a los otros hermanitos el arroz con aceite porque nosotros llegaríamos después del mediodía.
Lo que tenía que limpiar mamá era una araña de cristal enorme que colgaba en el living de los Gutierrez. Los Gutierrez tenían plata. Tenían una fábrica de zapatillas que eran muy populares y vendían mucho. A veces le pagaban a mamá con zapatillas para todos los hermanos.
Mamá se subió a una escalera y yo se la sostenía mientras ella hacía maniobras arriesgadas para limpiar la araña. Tenía una panza enorme y me pareció hermosa. En cualquier momento llega tu hermano, me había dicho esa mañana. La escalera se tambaleó y tuve miedo que se cayera. Se estiró más lejos con la gamuza y pensé que definitivamente iba a derrumbarse pero no. Mamá era hábil. Así como se la aguantaba para mantener siete pibes a fuerzas de tripas corazón también se aguantaría limpiar una araña de cristal alta en el techo, cómo no.
La araña era hermosa, con cristales en formas romboidales, circulares, cuadrados, brillaban. Era enorme. Tintineaban los cristales al moverse. La luz estaba apagada para no encandilar a mamá. En un momento me quedé colgado, mirando esa inmensa estructura de vidrios. Aflojé el sostén de la escalera y mamá se tambaleó.
Ojo, Fernando, me dijo.
Me aferré de nuevo a la escalera hasta que mamá terminó y cuando bajó me dio un abrazo. Me agradeció por haberla acompañado. La patrona la felicitó por lo bien que había hecho el trabajo y le dijo:
Fernando ya es todo un hombrecito.
Sí, ya está grande.
Pero yo apenas era un chico sin terminar la escuela primaria y que nunca la terminaría porque debería cuidar a mis hermanos y después trabajar.
La patrona le dio el pago y mamá aprovechó para pedirle si tenía algunos fideos que le sobraran. En ese momento vi el arbolito de navidad en un rincón sobre una mesita. Era pequeño. Apenas alto como una botella de gaseosa y adornado con escasas bolitas y guirnaldas en azul oscuro. Pensé que era un árbol triste y definitivamente lo era porque mamá más tarde me contaría que los Gutierrez habían perdido un hijo en un accidente de autos.
Cuando volvíamos caminando hacia casa se acarició la panza y dijo:
Hoy llega tu hermano, acordate.
Llevá a tus hermanos al súper, dijo mamá.
Caminamos unas cuadras hasta el súper. Era un súper enorme, un hipermercado, una manzana entera. Entramos sigilosos por uno de los pasillos laterales. Sabíamos que a esa hora no había mucha gente. Caminamos en fila india hasta la parte de lácteos. Yogures, postres, flanes.
Coman, les dije.
Mis hermanos se zambulleron y empezaron a abrir potes. Dedos, flanes, labios, yogures, lenguas, postres. Bocas embadurnadas, cachetes embadurnados, manos embadurnadas. De pronto una sombra creció sobre nosotros. Era el guardia de seguridad.
¿Qué hacen?, nos espetó. Me miró a mí, supongo que porque era el más grande.
Comemos, dije. Tenemos hambre.
Váyanse de acá y no vuelvan más o voy a tener que llamar a la policía, dijo el guardia.
Creo que podría habernos arrancado de las góndolas de los pelos y tirarnos a la calle pero no lo hizo. Cuando salíamos pasamos por la verdulería y le pegué un mordisco a una manzana y la dejé en el lugar. Ese día iba a nacer mi hermano había dicho mamá.
Y así fue porque unas horas más tarde escuché a mamá gritar y cuando la fui a ver le chorreaba agua entre las piernas.
Andá de Ramirez, decile que rompí bolsa, dijo.
Ramirez era otro de los vecinos, tenía un Dodge 1500 nuevo, y solía ayudarnos mucho. Le dije a Sarita que cuidara de los otros chicos, que yo iba al hospital con mamá, que se venía otro hermanito.
Mamá se subió al auto y un rato después llegamos a la Maternidad Martin. Le dimos las gracias a Ramirez que se excusó diciendo que no podía quedarse por motivos de trabajo. Mamá se anunció en un escritorio y rápido a aparecieron unos médicos que se la llevaron más allá de unas puertas vaivén. Yo me quedé solo, ahí, en ese pasillo, sentado en un banco. De a poco me fui haciendo pequeñito, mis hombros se fueron encogiendo, mis piernas doblándose, mi cabeza inclinándose, me sentí diminuto, en ese largo banco en ese largo pasillo, en ese inmenso hospital, en esa gran manzana, en esa gran ciudad, en ese enorme país, en el mundo entero. Un punto en el universo. Así me sentí. Cuando de repente escuche el sonido de unos pasos de zapatos que yo conocía y se me heló la sangre. Era mi padre. Apareció primero como una sombra al final del pasillo, y de a poco, sus pasos retumbaban, fue haciéndose más grande, llegó junto a mí, me sacudió el pelo con una mano y me dio un abrazo. Yo me quedé duro, no dije nada, mis músculos se tensaron, sentí tumefactas las mandíbulas, tenía ganas de demoler una pared a trompadas.
¿Cómo andás, Fernando?, preguntó.
Bien, dije yo, como si escupiera esa palabra.
¿Dónde está mamá?
Le señalé la puerta vaivén con el mentón. Entonces papá caminó hacia la puerta y la atravesó.
Para navidad papá compró pollo al espiedo con papas fritas. El departamento era grande pero estaba deteriorado. Las paredes con humedad y descascaradas. El piso aún era de cemento. No había arbolito. En una de las paredes papá había pintado un Boeing 707. Una verdadera obra de arte. Papá era un verdadero artista pero siempre pensé que Dios no lo había bendecido con la capacidad de amar. La mesa se llenó de platos y mamá parecía feliz con el bebé en brazos. Al final había resultado ser una nena. Paola. La vuelta de papá también había puesto contenta a mamá y a mis hermanos. Yo me fui a la pieza. Me llamaron para comer, no fui. No insistieron. Durante la cena escuché a papá hablar como si fuera un padre. Llevando la charla. Hacía mucho tiempo que no se sentía olor a comida rica en casa. Se sentía el sonido de los cubiertos. Parecía una familia normal. Cada tanto la beba llorisqueaba. Me quedé sentado en la cama. Con los puños cerrados. La cabeza gacha. El cuerpo hecho un hierro. El corazón de piedra. Cuando fue medianoche escuché que papá decía algo de una pelota y después escuché la pelota picar en el comedor y el jolgorio de mis hermanos.
Mamá golpeó la puerta de la habitación.
Fernando, Papá Noel trajo una pelota.
No contesté. Mi mamá no volvió a golpear. Al rato abrí la puerta y me asomé como alguien que espía algo que desea pero que odia a la vez. Estaban todos en el balcón, miraban los fuegos artificiales. Papá tenía a la beba en brazos. Cerré la puerta y me acosté boca arriba, aún con los puños cerrados y con ganas de demoler a trompadas una pared.
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