Una persona malvada que es malvada, es un monstruo.
Desde que tengo memoria mi padre me pegaba combos en la nuca, en la espalda, en los riñones, patadas en las canillas, me molía las piernas a palos. Mi niñez no la recuerdo por la destreza para resolver problemas matemáticos, ni porque aprendí a leer antes de los cuatro años, sino por la habilidad para eludir la presencia hostil de mi padre. Ya a los seis años, edad que empiezo a hilar mis recuerdos con referencias, cambio de barrio o curso en el colegio, temía a mi viejo y aprendí a esquivarlo. A no estar frente al él y evitar sus golpes. En la semana trabajaba hasta bien tarde. Eso me alegraba. No así los fines de semana que era un infierno. En el comedor yo me ubicaba a su derecha. Al quedar a su lado estaba al alcance para sus sorpresivas agresiones. Si me paraba, si probaba la ensalada antes, si usaba el tenedor en vez de la cuchara o en la mano equivocada, si caía miga del pan, si hablaba, si no respondía de inmediato, es decir, si algo le parecía mal, golpeaba mi nuca. No era un palmetazo, con la palma, sino que era con el puño cerrado. El golpe era tan preciso que me dejaba mareado. Lloraba para adentro, sin lágrimas, si lo hacía me trataba de cobarde y repetía el golpazo. A reojo lo vigilaba y cuando no me estaba viendo levantaba la cuchara, comía y la bajaba. Comía rápido y casi sin masticar, le molestaba verme "rumiar como vaca", comía a su ritmo, sino me reprimía por comer apurado o lento porque se enfriaba. Varias veces y delante de mucha gente, sean familiares o visitas, ante una acusación sea de mi hermana o de mi madre, calmadamente, me llevaba al dormitorio o al patio si estaba en casa de algún familiar, y con una tabla, que almacenaba en el closet o en la maletera del auto me daba tablazos en las piernas. Como tardaba en llorar estas no se detenían, hasta que estallaba en llanto, suplicando que se detuviera. El volvía y yo quedaba tendido sollozando. Me dormía. Se jactaba que usaba una tabla y no una correa porque esta última en el fragor del castigo podía desviarse y pegarme en el rostro, dejándome marcas. Una vez le encontré la tabla y la escondí. Tenía otra. No olvido esa vez, almorzando, por algo que no le gustó, tomó mi plato con tallarines con salsa de tomate y me lo puso de sombrero. Luego tomaba los tallarines que habían caídos sobre la mesa y los untaba sobre mi rostro. De aquello no me di cuenta al estar sumergido en la vergüenza y la humillación, pero con risas me lo recordaron los familiares presentes ese día. Los mismos que me contaron como, otra vez, cuando le interrumpí su cantanta, vieron a mi padre como en cámara lenta pararse del sillón y batir su guitarra en el aire azotándola en mi cabeza. Celebraban que la guitarra se trizó y yo solo quedé con un cototo. -Qué cabeza dura- ¿Tendría ocho años de edad? Lo recuerdo porque aún estaban de allegados mi abuela, mis tíos, primos, familia de mi madre.
Estando en público, sea en un local comercial, en la calle, visitando un compañero de su trabajo, no utilizaba la técnica del tablazo sino que ante cualquier desorden, no estar derecho mirando al frente, mal sentado, con las manos en los bolsillos, o hablar sin que me pregunten, lo veía mirar a todos lados y recibía un puntazo con sus bototos punta de fierro en las canillas. Si caminábamos no usaba la técnica del zapatazo sino que por la espalda y disimulado me daba con el puño en los riñones, a veces con el dedo gordo afuera, un verdadero punzón, continuando hasta que me la arreglaba para quedar fuera de su alcance.
Me humillaba frente a todos, se reía cuando me equivocaba, un festín las veces que me orinaba en la cama, gozaba si perdía en los juegos de niños, que me obligaba a perder. Repetía que era sucio, flojo, cochino, insolente. Disfrutaba contando las veces que me daba los correctivos en casa. Los familiares, que eran muchos, se sumaban aprobando el castigo, y ante cualquier cosa irregular para ellos, me amenazaban con que me iban a acusar, “Te la van a dar, te la van a dar”, "y después andas suplicando" eran sus consignas.
Las palizas con las tablas duraron hasta más o menos los catorce años. Ya tenía brazos para frenar que me acarree al dormitorio o al patio, y si me pillaba desprevenido retenía el tablazo con los brazos. Los zapatazos no duraron mucho porque le agarraba el pie mientras lo miraba fijo. Y para los disimulados golpes de puño en la espalda yo giraba y él chocaba con mi pecho. "Matón de barrio" me insultaba.
De pronto crecí, llegué al metro setenta y me di cuenta que mi padre apenas pasaba el metro cincuenta. Era bajito. Siempre me pregunté como nunca nadie lo enfrentó.
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