Cuando regresaste ya no eras el mismo; tus ojos aterrados descubrían un mundo esparcido entre las sombras, que aún me vigilaban. Sufrías de pie por un pasado que ya no te era propio, mientras la tarde desangraba sus perfiles en una habitación desnuda. Había miedo entre tus labios, temor a hurgar en lo escabroso de los años, a rescatar el tiempo acumulado en las retinas, como única razón de nuestras vidas. Demasiado tarde, escondido en el umbral de mis pensares, modulabas las palabras y las bocas en el correr del alba; finito, sublime, agrio, con los sudores censurados de tu sino. Dentro, la vida se fugaba en un centenar de huecos bajo el aire, ajeno, partícipe, intimidado entre las manos, sereno, blanco, amado. Mientras yacías inerte, besé tu piel intacta en un antes y un después de eternas lágrimas, para perderme entre los itinerantes cuerpos que también te despedían.
Ana Cecilia.
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