En la madrugada, hablaba con el músico Mardonio. El viento filoso de la serranía traía un olor de elotes tiernos.
—Tu mujer está muy delicada, el niño está atravesado en su panza. Hay que trasladarla a un hospital. Hay que operarla.
—No tengo dinero, doctor. Usted sabe lo que ganamos y lo caro que es una operación. Además, ¿Cómo la llevamos?
Me quedé en silencio, tratando de digerir lo que dijo. El vaho del aliento se ocultaba en la niebla. Su pregunta se sobrepuso a la primera que me había hecho.
—Dígame, médico, ¿podemos hacer algo?
Tardé en contestar. Ya uno que otro gallo cantaba.
—Corremos el riesgo de que se muera —le dije.
—Como quiera se va a morir, doctor.
«¡Qué poca madre! Tiene dos hijos más que van a la primaria. Y poco le importa que su compañera se muera. Me mordí el labio para no insultarlo. Le vale madre los quejidos de ella. Si él tuviese entre sus tripas un niño atravesado luchando por salir, y que cada vez que se mueve sintiera el filo de un cuchillo». La voz aguda y aflautada me volvió.
—Mire, médico, si decido llevarla, hay que armar una parihuela, pedirles a los compadres que me ayuden a cargar a la enferma. Son seis horas de camino hasta el río. Si está el lanchero, cruzaremos rápido. Llegar a la carretera, buscar quien nos lleve en el vehículo al hospital; a buen paso son dos horas. Esperar a que te atiendan, que bien sabe usted, que a la indiada ni caso nos hacen. Y si se me muere allá, ¿cómo la traemos?, de que se muera allá, mejor que se muera aquí…
Lo dijo como si me estuviese dando la instrucción de cómo cocinar un conejo. Escupí al viento y moví la cabeza. Entré de nuevo a la vivienda a enfrentarme con algo que solamente había leído en los libros y en la vos de un viejo maestro.
Mardonio era el encargado de tocar el violín en los velorios; tenía tanta cercanía con el murmullo del rezo y el aroma triturado de las flores. Iba con la mujer cuando escuché su voz desafinada: «Allí se la encargo, doctorcito». |