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Mi jefa la Agatha Christie

Este viernes, después del trabajo, sería la fiesta anual de aniversario de la institución, año 1985. Casi cien funcionarios “invitados” asistirían, donde se entregarían diplomas por cumplimiento, simpatía y regalos para los cumpleañeros del mes.

Eso sí, la ceremonia terminaría a medianoche, muy temprano para un viernes que apenas comenzaba a respirar. Era costumbre que la mayoría de la planta continuara la celebración en distintos lugares nocturnos, con baile y comida abundante. Los comentarios negativos eran para quienes no se sumaban a las celebraciones de trasnoche, que duraban hasta la madrugada. Comentarios obligados para el lunes siguiente.

Mi jefa de sistemas, con su estilo Agatha Christie, mantenía sus gestos calculados. Los besos de saludo y despedida eran un ritual diario: mis labios estampados en su mejilla, húmedos y disimulados; supongo que bien recibidos, pues nunca los esquivó. Antes del saludo, ella se embetunaba el rostro con crema —mis labios quedaban brillantes— y yo nunca me limpiaba. Pero durante el día, conversar con ella era imposible; almorzar juntos, impensable. Todo parecía un plan para mantenerme a sus pies.

Aunque no tenía planes para la ceremonia y menos para sumarme a un grupo de trasnoche, esperaba intercambiar un par de palabras, ojalá algún baile con mi escurridiza jefa.

Ese día, a las siete, la multitud subía al casino ubicado en el piso nueve. La música tropical subía y bajaba; la orquesta parecía interpretar suspense con cumbia y salsa. Cuando llegué, la vi moviéndose entre la multitud, siempre un paso adelante, como si bailara y dirigiera la escena al mismo tiempo.

Me acerqué a saludarla. Antes de siquiera esbozar una sonrisa, se adelantó y me preguntó al oído:

— ¿A qué hora te retiras? —susurró con esa complicidad que mezcla misterio y descaro.

Quedé descolocado. Yo solo esperaba bailar. Con un toque de complicidad, me explicó que, terminada la fiesta, se sumaría a un grupo para salir a bailar… y que su pareja no la acompañaría.

Yo, sin habla.

—Para todos serás mi pareja formal —dijo—, pero solo hasta salir del edificio. Después nos separamos, tengo otros planes. Al salir contigo, evito que me inviten a ir con ellos.

Se unió a su grupo. No hubo tiempo para preguntar nada. En medio de la ceremonia, se acercó y pidió al fotógrafo que nos retratara. Fueron varias fotos: bailando juntos, otras en medio del grupo, copas en alto, escenario al fondo.

Luego desapareció entre sus amigas, y yo me quedé pensando: “Este juego es demasiado peligroso… y ridículamente divertido”. El encuentro, las fotos, la salida programada… todo era muy raro.

A las doce, se encendieron las luces y se acercó:

—Nos vamos.

No estaba ebria, pero sí chispeante y de buen humor. Contoneándonos, caminamos hacia la salida entre la multitud. Nadie se interpuso. Todos nos hablaban cosas vagas: “¿Dónde van a celebrar?”, “Que lo pasen bien”, “Nos vemos el lunes”… pero nadie nos detenía. Yo era su salvoconducto, su peón, su coartada ambulante. Para el resto, nada parecía sospechoso.

Con el tumulto llegamos al estacionamiento. Ya en el auto, sacó un casete y lo insertó. Soda Stereo llenó el aire. Movía los brazos, cantaba, reía… yo esperaba, tratando de descifrar si la melodía tenía un mensaje secreto o solo quería reírse de mí.

—Lo hicimos, lo hicimos, estuviste grandioso —dijo—.
—Sí, claro. Ahora dime: ¿a dónde te llevo?
—Al fin del mundo —subió el volumen—.

Manejé, observando sombras, reflejos y coches que parecían salir de películas de misterio… aunque probablemente solo estaban perdidos como yo.

—Lo tengo todo planeado —dijo—. ¿Quién sospechará que estuve contigo?
—Pero si todos nos vieron…
—Sí, pero solo celebrando como compañeros de trabajo.

Me detuve, fingiendo que nada entendía. Se apoyó en mi hombro, me besó en la mejilla, luego un beso apasionado, con pausas para reír y respirar… y volver al juego.

—Y ahora, Mi Rey, ¿dónde vamos? Tenemos tres horas —exclamó.

Todavía sorprendido, traté de procesar. Todo parecía una película de misterio barata, con actores sobre actuando.

—No pretenderás llevarme a bailar… —dijo — Más adelante hay dos moteles: El Niagara y Del Duende Azul. Elige…
—El Niagara! —reímos—.

Ahora entendía. Manejaba seguro de lo que estaba ocurriendo.

—Eres astuta, es de película. ¿Quién sospecharía que sales con tu chofer?
—No —aclaró—. Es como salir con el peluquero gay.

Pensé: claro que sí.

—Mi marido, super celoso y violento, averiguará si fui a bailar, todos me vieron contigo, verá la foto y tendrá que entender que andaba en grupo con mis colegas del departamento.

—Genial. No me digas que también planeaste la foto.
—Así es. La coartada perfecta. Por algo soy la Jefa de Sistemas.

En la estación de servicio, compré cigarrillos. El dependiente me miró con sospecha:

—Preservativos, ¿no va a llevar?
—No, ¿cómo se le ocurre? —me mostré sorprendido.
—Es evidente —apuntó con la vista al auto, la música y mi acompañante, alegre y candente, moviéndose al ritmo de “Persiana Americana”.

Sonreí, inflado. Compré la tira de seis.

Cuando le comenté lo del dependiente, ella me reprendió:

—Tonto, no debes dejar huellas. Se supone que vamos de baile.
—Pero igual, fue chistoso…
—Pero lo que hiciste lo deja evidente.

Había escuchado dos veces “es evidente” en menos de diez minutos. El pánico me invadió. Comencé a transpirar helado. Mientras contaba las cuadras hasta El Niagara, pensaba en su “marido celoso y violento”. Si ella era astuta, él sería igualmente astuto; no caería tan fácilmente en la versión burda de “salí a bailar”. Concluiría que no fue a bailar. Y ni siquiera necesitaría identificar al culpable. La foto lo diría todo.

Todo parecía demasiado ingenioso, y demasiado peligroso, pero ridículamente absurdo. Decidí dejarla en su casa. Cada segundo al volante se sentía como si jugara al ajedrez con el destino y con un guion escrito por alguien con sentido del humor sádico.

Llegamos. Respiré hondo. Era recién cinco para la una.

Ella bajó del auto con rapidez. Sin mirar atrás, abrió la reja y dio un portazo que retumbó en toda la cuadra. La adrenalina aún corría por mis venas. El espectáculo del pánico y la comedia había terminado.

Al lunes siguiente, la saludé con un beso. Retiró la mejilla, sin comentario alguno. En adelante, continuó como si nada hubiese pasado. La jefa volvía a ser la Agatha Christie que conocía: implacable, misteriosa y totalmente inalcanzable.
Yo, otra vez, un peón en su tablero de secretos… y todavía riéndome por dentro de la locura de aquella noche.


Texto agregado el 19-12-2023, y leído por 122 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-12-2023 Me agradó tu cuento, muy astuto el empleado. Saludos. ome
 
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