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Inicio / Cuenteros Locales / ValentinoHND / El Elogio del Imbécil - Parte II

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Antes de seguir, pongámonos en contexto, porque éste es siempre importante, sino el que más. Debo aclarar que no pretendo hacer de él un registro histórico, de los que sabemos existen muchos, porque esta narración es mi viaje a la auto búsqueda de la imbecilidad del Hombre, bueno, no del Hombre per se, sino la de mi yo presente. Ahí va otra carta. Nací en los años setenta del siglo veinte en una incipiente ciudad de un país de Centroamérica. Con esta revelación quiero expresar mi confianza rotunda en que ustedes podrán colegir con seguridad que mi crónica será fiel, realista, y, sobre todo, apropiada para acometer la exploración antes señalada. Aunque, para algunos, mi discurso no debería tomarse como modelo de nada porque sus conceptos resultan ser, en ocasiones, engañosos, tal como se le acusó al monje Berengario en la novela del Nombre de la Rosa que fue reprendido por decir la verdad con cariz risueño. Además, muchos que me leen lo vivieron en carne propia. Pero sigan leyendo. Comenzaré por decir que existen ciudades y pueblos célebres, y el mío no se ha de quedar atrás. Los hay también en la literatura que son el reflejo fiel de ciertas sociedades, como Comala, de Juan Rulfo, por ejemplo, que se extiende por toda Mesoamérica, y cuyo gobierno era controlado por un cacique violento y conspirador que, al final, muere solo en la oscuridad de su cuarto, mientras afuera una bola de hierba seca corre a lo largo de sus calles blancas y polvorosas, porque su desidia mató de hambre a todos sus pobladores. Macondo, de García Márquez, se extiende desde el Caribe y se pierde en el Amazonas, con sus casas parecidas a huevos de dinosaurio prehistórico, y lo pueblan ex militares asesinos cuyas colas de cerdo los han convertido en unos idiotas. Yo, por mi parte, tengo a mi pueblo San Pedro, que es una especie de fusión de los pueblos mencionados anteriormente y de los que, si bien siento nostalgia por él, he de decir que es un lugar donde la estupidez es la reina o el rey, escoja usted el género, da igual, la imbecilidad no hace distinciones.

Como decía, mi pueblo emerge del norte del Caribe, se interna en una selva muy agreste sobre montañas gigantescas y vuelve a sumergirse en la inmensidad del Pacifico; por desgracia, a la mayoría de mi gente le ha gustado que la gobiernen caciques avaros, lambiscones y mezquinos, o personas malvadas que ni siquiera esconden sus actos criminales, o militares brutos y estúpidos, que la han orillado a la marginalidad, la violencia y el propio exterminio. El tonto que diga que Macondo es una historia que pertenece al realismo mágico, o bien es un perico que come masita imaginaria de la fenomenología alemana o de plano es un imbécil de letras mayúsculas. Macondo no solo es real, sino que está más vivo que nunca; levanta un poco la vista por encima de la ventana o mírate en el espejo, que ya lo encontraras. Ahora no faltará aquel otro idiota diciendo, “Ay no, paisa, cómo puede este maldito decir eso de mi patria querida y hermosa, que es un paraíso, que qué hombre más frustrado y odioso porque solo sabe ver lo que es malo, que qué apátrida, qué rufián, blah, blah, blah…”. Esos son otros idiotas de manual. Hay que reconocer, con la objetividad del pensante, que existen varias formas de ver la realidad puesto que ésta depende del punto de vista de cada quién, por lo que está claro que en el caso de aquellos a los que se les fue dado el don de escribir la describirán para la posteridad dependiendo de la forma en que la hayan sufrido. Rulfo describía a su pueblo lleno de conjuración, soledad, fantasmas y mucho polvo; García Márquez lo sufrió tanto, que ocultó su rabia en una parodia que llenó tomos y tomos enteros de papel mientras aguantaba frío en París; tampoco disimuló el hecho de que Macondo era un lugar poblado por imbéciles. Cuando nací, San Pedro parecía haber pasado por una gran devastación, como si hubiera caído una bomba atómica que arrasara con todo y de la que jamás había podido recuperarse en los siguientes quinientos años. Pero no; bueno sí, un huracán la había destrozado, como siempre, pero para mí esto viene a ser parte de la misma bomba de individualismo extremo, egoísmo, idiotez y falta de planificación de los propios pobladores, que con su desidia la activan y detonan, año con año, en un acto más allá de la fe de que no volverá a pasar confiando en la piedad de algún ente divino, convirtiéndolo en un acto grotesco de llana imbecilidad.

La pregunta inteligente es: ¿Por qué? ¿Cómo se puede ser tan básico en la vida? ¿Podría decirme cómo se crea la forma de pensar de un imbécil de donde usted proviene? Tenga paciencia, que estoy en el cuento. Toda historia que se precie de bien, comienza con un niño, y si fuera posible, uno prodigioso. Yo, evidentemente, no lo era ni lo soy. Pero a esa corta edad, ya me consideraba un hombrecito hecho y derecho, con pistolas a los costados. Tenía ideas acerca del honor y la hombría como elementos propios de mi Naturaleza. Me veía como esos charros que gallardamente montaban en caballo bailarín. Cantantes como José Alfredo Jiménez, Pedro Infante, Jorge Negrete, Agustín Lara, me servían como modelos de vida no solo a mí, sino que a la población entera. Sus voces potentes y portes recios acaparaban todo el espectro artístico de la ciudad, del arte, del cine, la escritura, la educación, y, por ende, moldeaban nuestra idiosincrasia, que se traducía en un patriarcalismo supremo. Machetes, bebida y fuerza. Comicidad y tragedia. Se puede decir que este rancherismo era una válvula de escape de una realidad desigual, oprobiosa y opresora. Es verdad, estábamos comiendo mierda. Pero no del todo. Cuando yo daba mis primeros pinitos, ya la influencia de la cultura mexicana iba desapareciendo. Salvo por la literatura y la música, el cine, el empleo, los modismos y el avance tecnológico lo traían los gringos. Los tiempos traían consigo vientos veloces y se exigían a la población ser más despierta. Esto hizo que la gente no caminara ya con paso tranquilo en las pocas calles asfaltadas, sino que corriera. La gente se volvió de mecha corta. No había tiempo para nada y los problemas, para saldarlos rápido, se arreglaban a machetazos o a vergazos. Yo mismo fui testigo, con el biberón en la boca (lo recuerdo porque me daban de beber agua con azúcar), de varias luchas entre espadachines frente a mi casa, y tuve el horror de ver cómo uno de ellos le cortaba la mano al otro y luego lo despedazaba sin más. Todavía puedo ver las arrugas de furia en la frente del asesino, sus dientes gruesos llenos de saliva y su garganta seca clamando por sangre. Vi sus ojos y él los míos. «Cuando estés grande lo entenderás», me dijo a través de los barrotes del portón metálico. A mí tampoco me dio miedo. Escupió en el suelo, cogió su bicicleta veintiocho y se marchó. Un vecino le había comentado a mi padre que peleaban por una mala broma de alcohólicos que se traían la pica desde una cantina que llamaban «La Capilla». El mecánico había matado al verdulero. Las calles se habían convertido en tribunales donde el más fuerte era parte, jurado y juez. Lo peor es que nunca se atrapaba al culpable. La impunidad campeaba, justo como ahora, a falta de un gobierno que se interesara por las personas. Me pareció siempre que esta ira interna que abatía a nuestros espíritus, se debía, aparte de la pobreza económica, al choque cultural violento que sufría nuestro ideario de lo que debía ser una buena vida (ranchito, milpas, vaquitas y familia) con la dureza con que se nos presentaba la vida real regida por la dominación estadounidense que exigía una mayor productividad a personas tan simples y sin grandes ambiciones, a las que sometía sin humanidad. Nos habían reducido a un escueto número, o a especímenes de carga, como si no tuviéramos alma, como si no fuera necesario que se nos tratara como a seres humanos racionales que buscaban mejorar su existencia. Era como si se dijeran en sus oficinas lustrosas y bellamente decoradas: «Qué vivan como lo que son, unos animales.» La reacción de la gente consistía en negarse a adoptar las costumbres gringas porque odiaba su presencia y se refugiaba en la cultura mexicana, que tampoco era la suya. Era frustrante porque en realidad no teníamos tradiciones propias, sino que impuestas y extranjeras. A medida que los tiempos avanzaban, tampoco sabíamos si éramos citadinos o campesinos. El gobierno no existía para ayudarnos a encontrarnos como nación y su desidia en la vida de los hombres era nula. También nos trataba como animales. Era, y es, como el eterno limbo donde se castiga al mestizo por su condición de inexistente. No sabríamos nunca si éramos de aquí o de allá. Nos sentíamos como el hijo adoptado al que le niegan conocer a sus padres biológicos. De pronto, el campesino –nuestros padres–, y todo lo rural era objeto de burla y menosprecio, y los oficios vistos como una vía de escape de la miseria. No obstante, el problema de fondo persistía, por lo que, sin orientación, hasta el sol de hoy, solo sabemos cerrar los ojos y clamar a cualquier dios que se nos ofrezca con tal de que aplaque este sentimiento de orfandad. La triada existencial nos abate aun con mayor fuerza: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Y para dónde vamos? La duda. Estoy seguro de que este fue y es el primer paso que nos ha orillado hacia la imbecilidad.

Continuará...


P.D. Victorvac, gracias por la lectura y la sugerencia. La verdad, debía ser un cuento corto (y llevo ya más de 4 mil palabras); se me va alargando, pero es que siento que la propia narración me lo pide. Sin embargo, no sé por dónde me llevará, ni siquiera sé si debería continuarlo. Voy a ver qué me dice Herman Hesse, uno de mis favoritos. Saludos.

Texto agregado el 19-12-2023, y leído por 172 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
21-12-2023 Me he hecho tantas preguntas de lo que se mueve en tu patria, pero ahora veo que tiene quien habla. Esos dueños que como en la mía la dominan sin estar allá, son los amos de todo. Pero afortunadamente para nosotros, el planeta es finito. ¡Nos joderemos todos! Gracias, campeón! peco
19-12-2023 Muy buen texto, no se… y de verdad que no se me ocurre el ¿por qué? Me vino a la memoria sigilosamente, mientras te leía, el Hans de "Bajo las Ruedas", si… el de Hesse. victorvac
19-12-2023 Supongo que hay 3ra parte? Vientosusurrante
 
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