Fotocapítulo 50: Melodía de viaje.
Me desperté con hambre y quería desayunar Patacón. Fui a la cocina del hostal con mi plátano verde en la mano a buscar algún extranjero cocinando y pedirle aceite. Era tarde, nadie desayunando. Entonces aparece la chica de rulos rubios y desordenados que tocaba el ukelele. Nos saludamos. Hablamos un rato y Lisa me pregunta mi plan para hoy. No lo había pensado. Me dijo que iría al Parque Cahuita y si quería acompañarla. Sí, vamos.
Chao patacón. Fui a mi pieza por mi morral, toalla, agua , celular, todo a dentro. La esperaba afuera del hostal mientras me susurraba el estomago. El día soleado se transformó y ahora llovía con violencia. No aparecía. Subí al balcón, a la cocina. A lo mejor ya se fue. Crucé el pueblo bajó la lluvia. A lo lejos vi que el bus comenzaba a irse y tuve que correr para alcanzarlo en marcha. Le pagué al chofer. Al girarme supe que no estaba. Los únicos pasajeros eran tres señoras que vieron al pobrecito caminar por el pasillo goteando hasta su asiento.
Regresé a Puerto Viejo y la tarde estaba nublada. Tenía el mar completo para mí solo. Para los locales el mar no era atractivo y los europeos eran raros, casi nunca se bañaban. Yo feliz flotando como una nutria. Lisa apareció en la playa, se acercó a unas rocas y examinó el agua con los dedos de la mano, luego intuyo que buscaba el mejor lugar donde sentarse. Cuando miró en mi dirección le hice una seña con el brazo. Me correspondió.
Desde lejos en el mar le hice otra seña para entrara al agua y la quedé mirando mientras se desvestía en la orilla. Debajo llevaba puesto un traje de baño de dos piezas y en sus movimientos denotaba inseguridad. Sentí ternura porque era linda, y ella parecía no saberlo. Nadamos y me contó que, en la mañana con la lluvia torrencial, los monos y lémures no saldrían, y prefirió quedarse en la pieza conversando con una chica alemana. Por eso en Cahuita no animales no lisa no turistas. Fue sólo yo, contento y mojado, exigiéndole a la naturaleza que no era suficiente y me diera más. Las nubes bajaban y subían el volumen de la música ambiental. En un impulso de mínimos a máximos, el viento soplaba entre los arboles y el agua caía tamborileando en las hojas como un concierto exclusivo para mí.
Anochecía y fuimos a buscar algo para comer. La avenida con sus luces parecía navidad, pero con aspecto costero y caribeño. Le pregunté si quería entrar a ese restaurant elegante o si prefería comer de los carritos al aire libre. Eligió lo que yo hubiera preferido sin decirle mi opción. La señora que ofrecía enchilados de Yuca no estaba. Conseguimos unos muslitos y una Pilsen de litro. Cenamos en la playa, sin luna, bajo la primera luz de Júpiter. Le conté que era la primera vez que viajaba solo, antes con mi hermano, con amigos o mi novia. Ahora era viajar así o no salir. Lisa siempre viajaba sola, típico europeo. Se refirió a su ex novio y al quiebre, imitando unos gruñidos de perros chicos enojados, y dijo que al final hubo mucho de eso. Le salía gracioso. Sí, lo mismo. He hice mi gruñidos.
Al día siguiente fuimos a playa Cocles por la selva colindante a la costa. Era como ir a Cahuita pero acompañado y con un sol radiante. De picnic mamones. Siempre cargaba con un kilo, y no tenia que buscarlos, era introducir la mano en mi morral y antes que tocara el fondo toparía con uno. Ella tenía antojo de papas fritas; yo de jugo de Cas, semejante al jugo de membrillo. Satisfechos, continuamos el paseo por la costa. La playa era larguísima y sus olas al reventar dibujaban grandes semicírculos de espuma que borraban nuestras huellas. Caminaríamos hasta el fin pero la desembocadura de un rio marcó nuestro regreso.
En la noche otra Pilsen mientras cocinábamos tallarines. Genial, no comía pasta desde que salí de Chile. Acá era siempre Rice and Beans, pollo frito, bollería y frutas. No existía el pan fresco, sólo envasado. Saciados fuimos al balcón del hostal con vista a la ropa interior colgante. Me contó que era vocalista y que en Italia tenía una banda de rock, pero rock suave. Escuchamos un tema. En Spotify decía cuatro oyentes mensuales. Le dije que conmigo tendría cinco. Era injusto porque cantaba lindísimo. También le recriminé que las canciones no tuvieran las letras y que no entendía nada. Me dijo que tenía suerte que no estuvieran. Luego el momento del intercambio cultural. Le hice escuchar Rock Chileno, Los Prisioneros: Tren al Sur. Que narraba el acaecer de la gente que migraba desde provincia a la capital, Santiago, en busca de oportunidades. Que muchos regresaban tristes al sur habiendo fracasado, pero que él protagonista, aun así, era feliz por volver a su hogar. Tampoco conocía a Silvio Rodríguez. Puse la más famosa: Ojala. Bastaba escuchar.
Llegamos al tema de la edad. Le dije que yo tenia treinta y siete pero que me sentía de treinta. En el colegio me enseñaron que era de mala educación preguntar. No lo hice, pero me dijo que era mayor que yo. Le dije que eso no importaba, que la edad media el tiempo, lo que valía era como uno se sentía. Y como yo no tengo nada, espero seguir disfrutando y percibiendo la vida como hoy. Y tú, mientras sigas haciendo lo que te gusta, viajando por el mundo o tocando en tu banda, te sentirás igual por siempre, y yo te sentiré como te conocí ahora. Otra cosa muy distinta es con resaca, ahí seremos viejos y miserables. Mi espalda baja, otro achaque. Ella agregó que su achaque era su brazo izquierdo y que sin lentes de contacto no veía nada.
Le pregunté si a caso sus ojos verdes eran de verdad o debajo eran café. Me dijo que eran de verdad. Entonces le pregunté en broma haciendo cada gesto. Que bueno ¿Y alguna otra cosa falsa? ¿No es que antes de dormir, te acuestas, te sacas el brazo así, los ojos, luego el pelo y los dientes para allá? Lisa se partió de la risa y nos reímos un rato.
Lisa, de súbito, se acordó que ayer le había pedido una canción en ukelele. Me preguntó ¿Tú seguro quieres escuchar ahora? Sí, dale. Fue buscar el instrumento entusiasmada.
Listo y en posición, se grabaría una canción de Florence and the machine. Y comenzó a cantar.
Era impresionante, y mientras la escuchaba la veía hermosa, me daban ganas de pararme e ir a quitarle el ukelele y abrazarla. Seguí escuchando. Mi garganta no era un nudo, era un fideo. La admiraba y mi espíritu agradecía estar aquí. Sentí que todo lo que yo hiciera o pudiera hacer alguna vez en la vida sería insignificante. Qué música ambiental y esas chorradas y viento y lluvia y mar y animales, eso no era nada. Malditos músicos ¿Cómo podían hacer eso con uno? La canción terminó, y bien, se me pasó la estupidez.
Me cantó dos canciones más y luego me dijo muy alegre que ahora me tocaba cantar a mí. Avergonzado le dije que yo no cantaba nunca, ni en la ducha, que a mi cerebro algo le pasó, se atrofió, y no puedo recordar ninguna letra. Le dije que mejor fuéramos a escuchar música en vivo al Hot Rock. Llegamos a la última canción del live. Y otra vez lluvia. Nos tomamos unas selfies. De pronto nos dimos cuenta que era super tarde. Mañana ella se iba al norte de Costa Rica al Tortuguero y yo me iba al Sur a Bocas del Toro, Panamá. Me dijo que se iba a las seis media. Le dije que a esa hora estaría en mi quinto sueño y mejor nos despidiéramos ahora. Un largo abrazo de oso y a dormir.
Desperté sin alarma a las siete, seguiría durmiendo, no tenía ningún resquicio de voluntad en mi ser. Me dormía profundamente de nuevo. De un envión salí de la cama y me vestí muy rápido y agarré mis cosas para irme y todo adentro de la mochila y sin orden, como el primer día. Subía las escaleras hacia la cocina cuando Lisa pasaba con su mochila allá arriba por el pasillo y me mira ojiplática. Atinó a decirme ¿Y tú que haces? Le respondí que había que aprovechar el día.
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