Prólogo
Lo que voy a contar occurrió años ha, antes de que yo fuera un sesentón.
Idos de casa los hijos, por fin nos llegaba el presupuesto para viajar en avión allende los mares y uno de los primeros países que se nos antojó visitar a mi esposa y yo fue Cuba.
Curioso de ver cómo se las apañaba el régimen de Fidel Castro con el desarrollo del turismo de masas, opté por contactar la agencia oficial que operaba en Francia: Havanatour.
Nos decidimos por un circuito de 14 días que proponía una travesía de la isla desde Santiago a La Habana con etapas en Guantánamo, Baracoa, Guardalavaca, Camagüey, Holguín, Sancti Spiritus, Trinidad, Cienfuegos, Santa Clara y Viñales.
Éramos un grupo de unos veinte, parejas en mayoría, con guía masculino, claro, y hasta Holguín, aparte de una tempestad menor en Baracoa, todo nos fue bien.
Iba a terminar nuestra primera semana de viaje y en el programa estaba prevista una estancia de dos noches en un hotel club de cinco estrellas, destinado a los extranjeros, en la costa noroeste de Guardalavaca, a unos treinta kilómetros de Holguín.
Me extrañó que, desde Baracoa, nos hicieran pasar por el complejo metalúrgico de Moa, que difícilmente funcionaba desde el abandono ruso(1). Bajo un cielo de tormenta, instalaciones e inmuebles colectivos, entre polvo de laterita y óxido, transpiraban miseria y desidia. Pero es que no había otro camino transitable para el autobús nuestro.
Tras eso, llegar a Playa Esmeralda era como pasar del infierno al paraíso. Pero el lugar era como un campo reservado. Casi nada alrededor. Dos hoteles gemelos de un diseño que aspiraba a ser moderno, aislados en medio de una naturaleza bastante rala, aparte de plantaciones recientes, frágiles todavía.
En cambio, la playa totamente se merecía el apellido: los primeros cincuenta metros del mar eran de un color esmeralda intenso que más allá, con más fondo, se ensombrecía hacia un verdiazul oscuro.
Las cinco estrellas del hotel no brillaban más de lo conveniente en lo que concierne la construcción, de tipo mediterráneo tradicional; el acento se había puesto sobre todo en la restauración que prometía mucho al igual que la playa y también la animación. Los dos hoteles habían sido reunidos en uno solo en 1996, y el grupo español Melia disponía ahora de unos de los mayores de la isla con 464 habitaciones, dos piscinas y 15 restaurantes y bares.
A Felisa, mi esposa le gusta hacer el lagarto en la playa, a mí en absoluto. Así que esta etapa de nuestro viaje a ella le encantaba por la playa de la que no pensaba alejarse más que para las comidas. Lo cual me dejaba carta libre para merodear por el lugar.
I
Tras una ducha para borrar los miasmas del viaje en autocar, mientras mi esposa repartía nuestras pertenencias por los cajones y armarios, decidí bajar a dar un primer vistazo al conjunto del "resort".
Comencé por los bares donde a menudo se producen encuentros singulares. El hotel estaba plagado de alemanes y belgas que de siete a diez de la tarde no desalojaban las barras, cada cual con su bebida de predilección: champán, güisqui, cerveza, ron... Aquí se servía de todo ad libitum a los clientes con fórmula all inclusive, que eran la inmensa mayoría. Muchas veces, el personal tenía que acompañar a su habitación a uno que otro que no había dado la talla con su sed.
En el 1492, bar del lobby del ex Sol Río de Lunas donde estábamos, me llamó de inmediato la atención un cliente que se parecía un tanto a Peter Ustinov en sus buenos tiempos: mismo estatura y corpulencia, bigote a la Dalí, traje de lino blanco, sombrero de paja y zapatos bicolores con punta blanca. Gastaba un bastón con empuñadura de plata, fumaba Partagás y hablaba español con acento belga.
¡Caramba! he dado con la encarnación de Hercule Poirot, me parece.
Me subí a un taburete vecino al suyo y descifré el cartel que me hacía frente donde se enuneraban para los beodos los diferentes cocteles a base de ron y dos o tres más. Tras un momento de reflexión, por ser temprano todavía, opté por pedir al camarero una piña colada.
—Sí, en seguida, caballero, con gusto.
Decididamente, se diría que he vuelto al siglo anterior, pensé. Nadie me había tratado de caballero desde hace por lo menos veinte años.
Servido mi coctel, levanté mi copa por cortesía, inclinando el busto hacia mi vecino:
—¡Salud!
De inmediato, me correspondió, levantando su vaso que me pareció ser un gin collins.
Así fue como entré en contacto con el único protagonista de este caso y casi compatriota mío: Léon Vandenberghe. Vivíamos a treinta kilómetros de distancia apenas: él en Tournai y yo en Lille.
Platicamos casi dos horas, entre vaso y copa. Léon Vandenberghe no era un turista cualquiera sino un negociante belga de cigarros puros. Incluso me ofreció uno de buen tamaño que tuve que rechazar por haber dejado yo de fumar desde los cincuenta años. Venía de Viñales y La Habana, donde había visitado varias plantaciones y tabacaleras. Ahora se otorgaba dos días de descanso en este hotel. A la hora de la cena, nos despedimos con un cordial: ¡hasta mañana, compadre!.
Pero no hubo otra mañana.
II
Léon apareció vestido y boca abajo en la piscina principal, con el sombrero de paja y el bastón flotando en derredor suyo. Sin vida. Fue descubierto sobre las siete de la mañana por el tío de la limpieza de la piscina que trajo el sombrero en su red de aterrizaje y con la percha logró dirigir el bastón hacia el borde. Lo cual puso furiosos a los polizontes de la PNR2 que llegaron una hora después.
— Esto puede ser una escena criminal. No debía Vd tocar nada. ¿Es inconsciente o qué? ¿Quiere ser inculpado de traba a la acción policial?
El empleado no veía en qué un sombrero y un bastón mojados podían llevar indicios, pero prudentemente cerró el pico.
Aunque un observador atento hubiera podido extrañarse de que un bastón con pesada empuñadura metálica flotara. Pero nadie hizo caso.
Los interrogatorios que se llevaron a cabo establecieron que después de cenar en el restaurante La Carabela, Léon se había tomado un coñac y fumado un puro en el bar La Nao, cercano a la piscina sobre las once y media de la noche. Y el camarero afirmó rotundamente que de ningún modo estaba borracho.
La hipótesis de la caída accidental se alejaba. Los análisis toxicológicos dirían más. Pero ¿cuándo?
Gran madrugador, yo asistí a todo eso desde la barra donde me desayunaba, antes de que los polizontes delimitaran el habitual perimetro de seguridad con cintas amarillas estampadas con la mención "Línea de policía - Prohibido el paso".
Incluso fui el primero en ser interrogado por una joven policía de piel cobre, con galones de subteniente en las hombreras del uniforme azul mezclilla. Con tono curiosamente indolente, me dijo:
—¿A qué hora vino Vd a desayunarse?
—A las siete y media, subteniente. Suelo madrugar.
—Y ¿por qué no fue al restaurante Colón donde está servido el buffet del desayuno?
—De vacaciones, acostumbro tomarme un cafecito temprano donde sea y luego sobre las nueve, acompaño a mi esposa con un desayuno más roborativo.
De momento, decidí silenciar mi encuentro de la víspera con Léon Vandenberghe.
Se estaban enfriando mi café y croissán.
Tras anotar mis credenciales, la mayor parte de los cuales ya figuraban en nuestros pasaportes consignados en recepción: apellido, nombre, dirección de residencia habitual, número de habitación, fecha de entrada y salida del país y del hotel, la subteniente me dio el visto bueno para seguir comiendo, con esta advertencia:
—Por ser Vd testigo parcial en este caso, queda a disposición de la justicia hasta orden contraria.
Protesté como pude, yo no había sido testigo de nada, el tío de la limpieza estaba en el lugar antes que yo... Pero no hubo manera. Nuestro circuito cubano amenazaba con terminarse sin nosotros dos.
III
Entonces fue cuando decidí tratar de dilucidar yo mismo el misterio de la muerte de mi ex futuro amigo Léon Vandenberghe, Q.E.P.D., para así acelerar mi liberación administrativa.
Genio y figura hasta la sepultura. Bueno, no os lo he dicho todavía, antes yo era profesor de Derecho, pero me he pasado a otra cosa y ahora soy... juez.
Si esta calificación me daba grandes ganas de echar mi cuarto a espadas en la muerte de Léon, es evidente que no por eso tenía el menor derecho a hacerlo. Pero, no desistí.
Y después de pensarlo un buen rato, resolví que la mejor puerta de entrada posible era el personal del hotel.
En Recepción me dieron sin dificultad el número de la habitación de Léon, porque todavía ignoraban la identidad del muerto. Era la 101 en la planta baja, la primera a la izquierda de esta planta. Eso significaba que tenía acceso directo a la piscina, y su posible asesino lo mismo a su habitación. Me acerqué a la camarera del área, enseñando mi insignia de juez francés. Era una jovencita mona y amena. La poli y el forense seguían atareadas en torno al cadáver en la otra punta, a doscientos metros.
—Señorita, disculpe si la importuno un momentito, pero el Departamento consular de la Embajada acaba de comunicarme que un conciudadano ha sufrido esta noche un ataque mortal y debo controlar sus pertenencias antes de su repatriación. (En la facultad, los formadores a menudo lo repetían: cuantas más gordas son las mentiras, mejores son).
En el umbral de la puerta de Léon, la camarera me miró de pies a cabeza. Por suerte, yo venía trajeado con un terno y había hablado con tono de autoridad. Ella vaciló unos segundos y se apartó dejándome pasar:
—No toque nada, que acabo de hacer la limpieza.
—No se preocupe. Sólo se trata de unas fotos. Puede dejar la puerta abierta. Los colegas de la PNR lo revisarán todo pronto.
Esto la tranquilizó y empezó a mover hacia adelante el carro de la limpieza.
En el armario, en seguida noté otro bastón, idéntico al primero. La empuñadura podía destornillarse y revelaba un cuerpo hueco, para disimular pertenencias pequeñas, así como, empotrado en la faz inferior del pomo, un puñal apto para matar. Sin revisarlo más, pusé el bastón en una pierna de mi pantalón, manteniéndolo con la mano en el bolsillo y salí del cuarto, enseñando a la camarera el teléfono:
—He terminado. Gracias.
No tenía el andar normal, claro. Se dio cuenta ella:
—¿Le ha pasado algo?
—He chocado contra una esquina de la cama. Me duele la rodilla un poco. No será nada, pienso.
Me alejé cojeando hacia mi habitación, en el segundo piso, dónde Felisa empezó a hacerme una escena por mi larga ausencia y puso ojos de besugo cuando saqué de mi pantalón un bastón con empuñadura de plata.
—¡Jolín! ¿De dónde sale eso?
—¡Calla! Alguién amaneció muerto en la piscina y la policía está investigando.
—¿Y...?
—Lo encontré abandonado en el suelo del corredor.
—Y ¿por eso te lo pusiste en el pantalón? ¿Me estás tomando el pelo?
—Chitón. Sospecho que puede ser un elemento del suceso que acaba de ocurrir. Y lo quiero examinar antes de entregarlo a la policía.
—Y una vez más, te vas a meter en camisas de once varas. Te lo advierto, Félix, no estoy dispuesta a soportar más disparates.
Guardé un silencio prudente...
IV
... Y empecé a destornillar el pomo del bastón encima de la cama, antes de ponerlo cabeza abajo. Y sacudirlo un poco.
De repente, cayó una papelina de papel de seda. Y cuando la abrí apareció una docena de... diamantes, ya tallados, de un quilate diría. O sea, mucho dinero.
De sorpresa, caímos sentados los dos en la cama. Y del susto, volví a poner en el acto la papelina en su sitio.
Desde el principio del viaje o casi, Felisa y yo congeniamos con otra pareja de nuestra comarca y aquel día nos habíamos citado para almorzar juntos en el restaurante Colón.
La suerte quiso que nuestro comensal fuese relojero. Durante la comida, como si nada, lo interrogué sobre los precios de los diamantes. Me dijo que a estas alturas un diamante de calidad buena de un quilate valía por los 1000 €.
O sea, Léon viajaba con más de 12000 € en piedras preciosas en su bastón. Tal vez en los dos. Además de comprador de puros, ¿sería traficante? Quien supiera esto tenía buenos motivos para robarlo. Pero, de momento era imposible saber si el bastón que flotaba en la piscina escondía algo o no.
El cuerpo había sido llevado al centro forense de Holguín, pero los policías seguían interrogando por el hotel.
Decidí darles parte de la información que tenía. Pronto logré situar a la subteniente de piel cobre y me acerqué a ella.
— Subteniente, me ha vuelto a la memoria un detalle desde esta mañana. Es probable que no tenga importancia, pero...
—Dígame.
—Cuando bajé a tomarme el café, el tío de la limpieza de la piscina estaba recuperando el sombrero del ahogado y noté algo curioso: el bastón del muerto seguía flotando a pesar de su pesada empuñadura metálica, como si estuviera hueco.
—Y...
—Los bastones huecos generalmente son para disimular algo, ¿no?
—Las pertenencias del muerto han sido recuperadas y se está tramitando su examen, pero le agradezco su ayuda. Puede disponer.
—Nuestro grupo debe salir para Trinidad mañana por la mañana. ¿Va a ser posible?
—Eso lo dirá el Juez Tolila, a quién se ha confiado el caso. Su guía les comunicará la decisión.
V
"Suceso mortal en Playa Esmeralda" anunciaba púdicamente el diario ¡Ahora! de Holguín a la mañana siguiente. Sin más detalles.
El forense, Dr. Fernando Machacón, debía entregar sus conclusiones al juez en las primeras horas del día. Pero, ¿cómo enterarme de ellas?
En la guía teléfónica encontré el número profesional de mi colega e intenté un estratagema.
—Señor Juez Tolila, le dijo su secretaria, un colega suyo de Francia, de viaje por Cuba, pide información sobre nuestros procedimientos penales. ¿Qué le digo?
El Juez Tolila, que otrora había cursado parte de su carrera académica en Francia, vio ahí una ocasión de lucir un poco su francés, aprendido en los brazos de una tal Louise en París.
—Dígale que con placer lo encontraré para almorzar en la cantina del Tribunal, a las dos.
Dicho y hecho.
A las dos en punto, un taxi me depositó delante del Tribunal Supremo Popular de Holguín. En la secretaría, dije que tenía cita con el juez Tolila. Antes de salir del hotel, había podido recuperar mi pasaporte, dejando en su sitio mi DNI francés.
Me examinaron el pasaporte y el documento de habilitación profesional y al cabo de un tiempo que me pareció dilatarse mucho, una empleada uniformada de morado me dijo que la siguiera.
Así fue cómo me encontré frente al Juez Tolila que me esperaba en la antesala del restaurante del Tribunal. Era un hombra alto y enjuto, de pelo entrecano. Vestía un pantalón oscuro con la guayabera de lino tradicional.
— Comment allez-vous, cher collègue ? me dijo en un francés de muy buena calaña. "Je suis enchanté de faire votre connaissance, dites-moi en quoi je puis vous être utile".
Ahora venía la parte delicada del plan.
VI
Empecé por felicitarle por su excelente francés y digresamos un rato sobre sus años estudiantiles en París. Pero había que ir al grano.
Estábamos en la fila del autoservicio, empujando nuestros bandejas para escoger entremés, plato fuerte y postre, cuando arriesgué mi primera pregunta:
—Siento molestarle con mis preguntas hoy cuando debe de estar ocupado con el suceso mortal de Playa Esmeralda.
—No se preocupe. No es ningún caso. Está cerrado. La muerte aparece natural, según el forense. Infarto.
—La prensa comunicó que se trataba de un ciudadano belga.
—Sí. Bien conocido en Cuba. Importador de cigarros puros para los países del Benelux desde hace casi treinta años. Soltero y gran seductor. Incluso encontró varias veces al Líder Máximo, como decís vosotros.
Noté que el juez se había pasado al voseo. Tal vez podía yo indagar un poco más.
—Me dijo el camarero del bar La Nao que le extrañó que el pesado bastón que usaba flotara en la piscina a su lado.
El Juez Tolila abrió ojos de platillo:
—¿Vos os hospedáis en Playa Esmeralda?
— Pues sí, vaya casualidad, ¿eh?
— Era hueco el bastón porque escondía un arma blanca. Con bastante razón, porque Léon Vanderberghe manejaba mucho dinero.
Y no sólo eso, pensé en mi fuero interno.
VII
Ahora, el problema era qué hacer con esos diamantes que nadie iba a reclamar, por lo visto. Yo era el único en saber que Léon viajaba con dos bastones idénticos.
Pretendimos haber comprado el objeto en una tienda de recuerdos tras mi choque contra una esquina de nuestra cama y anduve cojeando un poco el resto del viaje.
El visto bueno para desalojar el hotel llegó a mediodía y el guía tuvo que suprimir una visita al Parque Monumento Nacional de Bariay3 para respetar el horario. Es que teníamos una etapa de 250 klómetros hasta Camagüey. Allí rechazó una demanda mía para visitar la casa natal de Nicolás Guillén, como si el Poeta Nacional de antaño hubiera caído en desgracia. Sic transit gloria mundi...
El miedo vino en el aeropuerto cuatro días más tarde al pasar los pórticos de seguridad. Sonó el detector.
Pero la suerte quiso que yo hubiera sido operado de una cadera, tuviera prótesis metálica con el certificado correspondiente para salir de estas situaciones.
Bastó con presentarlo para que se abriera el paso.
¿Si duermo en paz con mi conciencia? Absolutamente, porque el producto de la venta de los diamantes ha ido a asociaciones anticastristas. Aunque no fue fácil por la falta de documentos.
Sólo he guardado uno, en recuerdo de Léon Vandenberghe. Duerme en la cajafuerte de un banco, por si las moscas....
Y el bastón sí que me va a ser útil porque ¡ya estoy cojo de verdad!
©Pierre-Alain GASSE, diciembre de 2023.
|