Llegué por primera vez a España bajo la furia de una noche hosca y profunda de noviembre. Recuerdo haber pasado con el coche sobre un puente que descansaba junto a la muralla de un castillo enorme y famoso porque ahí se había encerrado a una reina célebre y denostada. En mi configuración mental, propia de los climas tropicales y condicionada por la cultura yanqui, comenzó a labrarse un imaginario en donde yo me veía adentrando, perdida y peligrosamente, en las frías, neblinosas y misteriosas montañas que, con sus vientos violentos, sus truenos ensordecedores, sus relámpagos asustaviejos y sus dentelladas sanguíneas, se asemejaban más a las de la Transilvania valaca que a las que yo suponía serían unas soleadas y áridas serranías castellanas. Lo peor era que, además, caía una lluvia tan diluviana que no daba tregua y partía la oscuridad a rayos, acuciada por un frío hiperbóreo que no solo batía mis generosas carnes, sino que me jodía el cerebro. Seré sincero tanto como me sea posible: Temblaba del miedo, como un colibrí. Pero lo aterrador de aquella noche que se aventuraba triste y demoledora, tuvo que ver con una especie de sentencia que leí del título de un libro, «El elogio del imbécil», del escritor Pino Aprile, cuando abrí la puerta de aquella casa que había alquilado desde la lejanía ecuatorial. No logro olvidarlo porque, al desplegar la puerta, me topé con su tapa color verde y naranja, frágil, acaso pobre, que bien hubiera podido pasar por una de mis publicaciones en Amazon. «Claro», me dije. «El elogio del imbécil. No podía ser de otra manera. Clavadísimo.». Retumbando en mi conciencia, mascullé enseguida que solo a un tonto se le ocurre dejar unas playas blancas con aguas azules y cristalinas para venirse a enterrar en una montaña helada y de vientos huracanados. Qué bien merecido te lo tienes. Pero, como siempre ocurre con mi vida, me había equivocado para bien.
Resultó que aquellos temores iniciales eran infundados. Aunque haya creído por un momento que había aterrizado en algún pueblo rumano por la violencia de la Naturaleza, el día siguiente me sacó del error. Cuando asomé la testa por la ventana, tuve que hacer el esfuerzo tremendo de contener la emoción. Ahí estaban los Montes Carpetanos (Y no los Cárpatos del noble draconis), que jamás decepcionaban a nadie. Enfrente de mí, se alzaba, orgullosa y aristocrática, una cordillera colosal cuya cumbre nevada se hallaba circundada por un resplandor azulado que la convertía en un espectáculo de alta definición y frescura. Lo impresionante de este panorama, sin embargo, aparte de la montaña misma, era la ubicación magnífica de la casa. De frente, uno podía contemplar su gran cima, sus nieves blancas, sus nubes aburujadas y su microclima salvaje y retador. Pero yendo de vuelta hacia las habitaciones de la parte trasera, la perspectiva cambiaba por completo: abajo yacía un valle precioso, cortado dulcemente por una carretera zigzagueante y bien delimitada. Bob Ross, pensé, sería muy feliz pintarrajeando esta maravilla. Mejor dicho, Velásquez. Su clima, incluso, era más benévolo y más sereno. Esto me pareció alucinante; primero, porque nunca había vivido algo así, y, segundo, porque me recordaba a esas fotografías postales que veía de niño en revistas que para mí eran inalcanzables y que tanto me hicieron soñar.
No obstante, tanta belleza natural no contestaba mi enfrentamiento inicial con mi llegada. Si existía algo así como el Destino, de seguro el encaro con aquel libro de Pino Aprile era una señal a la que yo debía responder. La tesis central de Aprile consiste, con cierta ironía, en que la inteligencia humana está condenada a desaparecer debido a la amenaza del crecimiento infinito de la estupidez colectiva. Su primer capítulo comienza con esta celebérrima pregunta: «¿Por qué hay tantos imbéciles en el Mundo? » Luego una segunda también arrolladora: «¿Acaso la gente no se ha dado cuenta de que la mayoría de cosas que hace no tiene sentido alguno?» Y acaba resumiendo su proposición con una de las verdades más clarividentes: «Lo saben, pero les da igual y les trae sin cuidado, principalmente porque piensan que proceder estúpidamente es lo que los hace, ah la paradoja, sentirse humanos útiles y productivos.» Esta sentencia abrumadora llevaría a cualquier persona inteligente a cuestionarse si tal vez ella misma forma parte de tal reprochable condición. Me pregunté enseguida: ¿Acaso era yo un imbécil y mi inconsciente había tenido la necesidad de recorrer medio mundo para decírmelo? Como no soy un hombre que se deje llevar por augurios o cosas por el estilo, deduje que cabía tal posibilidad, aunque en el fondo quería dejarme llevar por un aire conspiranoico para aportarle un germen de misterio a la trama. Para empezar, me dije dándome un poco de psicología, habría que aceptar el hecho de que posiblemente soy un imbécil. Lo que no entendí entonces es por qué esto convendría en ser lo primero por resolver sin siquiera haberme puesto a buscar la verdadera definición de la palabra imbécil. Supongo que usted, como buen jugador, ya habría adivinado el por qué, sabiendo que también a mi ego le gusta jugar a las cartas. Como buen dealer, aquí va la primera: No me considero un imbécil. En segunda: Nunca nadie jamás en mi vida me había llamado ´imbécil´; es decir, al menos no abiertamente, sin que esto en lo absoluto sea un indicativo que desdiga aquello de lo que ahora empiezo a convencerme.
La situación, que no considero existencial porque en lo sucesivo no derivará de un psicologismo sartreano (pero que quizá sí en relación con la teoría de la psicopatía de Robert Hare), me hizo retroceder en el tiempo. Busqué en los archivos a largo y mediano plazo de mi memoria (recuerdos, informes, memorándums, fotografías, cartas, recibos, etcétera) y encontré (tal vez sería apropiado decir, «consideré») que muchos de mis semejantes simplemente no se habían atrevido a decírmelo, en especial aquellos que sufrieron bajo mi egida laboral y personal. En muchas de mis acciones, he de reconocer, me comporté como un verdadero idiota debido a mi carácter funcional que se había visto impregnado por una filosofía metafísica barata en conjunción de una labia atroz proveniente de libros de auto superación personal que, sin duda alguna, me inculcaron un inútil sentido de urgencia, rigurosidad, convicción y cumplimiento (En una cuña aparte, debo confesar que, últimamente, debido a mis achaques, me he sumergido en los «descubrimientos» realizados por la medicina alternativa que aparecen en los videos de las redes sociales y los he probado todos, desde gárgaras de sal hasta tomar dosis de magnesio). Pero volviendo a lo de mi formación cavernaria por la filosofía barata, no puedo negar que vi aquella palabra muchas veces en el rostro fruncido de mi prójimo. «¡Maldito imbécil!». Estaba ahí, señalándome, en los ojos de aquellos que en alguna medida estimé y me estimaron. Me lo transmitían, corporalmente, no por desprecio, sino, creo yo, de la rabia. También pienso que ellos sabían que, aunque yo era un idiota, también era eficiente y altamente codiciado por mis jefes y superiores, por lo que se veían impedidos a decírmelo de lleno. Creo que sin esa barrera jerárquica, mi destino incluso sería distinto. Sin embargo, hoy me veo y me digo que fui demasiado ambicioso y que me había convertido, ridículamente, en un autómata convencido de la superioridad de sus habilidades, cuyo lado oscuro afloraba a cada momento. Sí, parecía un imbécil, principalmente porque debajo de esta coraza se desataba un torbellino de ansiedad, inseguridad y ultra competencia que me azotaba el espíritu, que yo, en cambio, me daba a la tarea de ignorar, sumergiéndome en narrativas de auto superación o culpando al prójimo de mis dolores y errores. Estaba consciente de que aquello me hacía daño y acabaría por matarme. Pasadas unas décadas, lo comprendería, ya que pagaría caramente las consecuencias, al punto de haberme convertido en un ser humano inservible, agotado, exageradamente agotado, enfermo, y asaltado por ataques de pánico.
Para evitar ese dolor físico y psíquico, me aupaba con historias de esfuerzo que llevaban hasta la muerte a sus protagonistas. Es decir, yo me veía a mí mismo como a esos antiguos héroes de las Eras Primigenias; en unas era un sumerio feroz y barbado; en otras, un esforzado griego heracleo. La formación de imperios, soñaba, es el gran destino del Hombre. También me gustaba verme reflejado en la inteligencia y la suspicacia de los próceres romanos, en el poder de lucha de los conquistadores españoles, y, en general, en todas aquellas historias que involucraran un grado alto de épica y estoicismo.
Pero con el tiempo, mi cuerpo y mente se volvieron perezosos y comencé a buscar salidas fáciles. Fue así como en los últimos veinte años, me había visto reflejado en los superhombres de las películas norteamericanas, especialmente en aquellos personajes legendarios que eran unos verdaderos triunfadores de la estrategia, la guerra, los negocios y las finanzas. «Ciudadano Kane, Casablanca, El Padrino, Psicosis, Killer of Sheep, La Guerra de las Galaxias Pulp Fiction, Terminator, Rocky Balboa, El lobo de Wall Street, las sagas de Marvel, etc, etc.» También me había atiborrado de libros que eran una verdadera basura, cuyos autores presumían de un ego inflado y rebosante, y que hacían pasar como «filosofías de vida», pero que no eran más que una colección de anécdotas tristes, obvias y ridículas: Dale Carneggie, Tony Robbins, Jordan Peterson, Robert Kiyosaki, Deepak Chopra, etc, etc. De alguna forma, toda aquella literatura me hacía querer alcanzar la riqueza y la fama de manera rápida, en el ahora y en el presente, aunque yo mismo supiera que no era posible, ni aun creyendo que con el poder de mi mente la materializaría a voluntad. Pero aprendí de ellos que podía alcanzarla por medio de argucias y violencia psicológica. Solo debía ponerle enfrente una zanahoria a mi alma, para que cabalgara hacia el espejismo de un buen auto descapotable, una casa enorme en un barrio de élite y un mujerón noventa-sesenta-noventa. Aquellas imágenes gloriosas, no solo me ayudaban a sacrificarme como un tonto, sino que me daban a entender que el mundo se dividía en dos actores principales, el vencedor y el perdedor. El último tendría siempre que cargar con el dolor, la pérdida y la culpa, como escarmiento por su flojedad y falta de viveza. Está claro que ése no debía ser yo, sino el otro. Como no deseaba liarme nunca emocionalmente con aquellos a los que en algún momento debía de someter, me justificaba con citas que entonces eran embrionarias y que ahora se consideran moralmente correctas, del tipo: «No hay amigos, solo aliados». Me gustaba recordar, y utilizarla en mis equipos de trabajo, aquella gesta de Hernán Cortes cuando llegó a Veracruz y quemó sus barcos para que nadie pudiera acobardarse y arrepentirse de lo que debía de hacerse. Además, uno de los más insignes de la Antigüedad, el general Julio Cesar, había hecho lo mismo cuando conquistó Egipto. Estos pasajes monomaníacos, que yo consideraba «épicos», eran parte de mi secreto personal para alcanzar la victoria. Aunque, como he mencionado, cuando debía hacerla de tutor, a veces lo desvelaba a unos cuantos de mis subordinados, especialmente cuando estábamos en situaciones de riesgo y temerosos de no alcanzar alguna meta específica. «Es ganar o ganar. No hay mañana. Son ellos o nosotros. La mayoría de las personas no tiene éxito porque no quiere pagar el precio. Jódete si eres un cobarde. Te lo mereces». Frases de manual, por supuesto. Pero funcionaban porque mis oyentes no estaban a la altura de mi conocimiento de lector. Paradójicamente, mientras mi juventud soportó la idiotez de estas canalladas, siempre fui visto como un guerrero y no como un imbécil arruinavidas. Y no niego que me ayudó a ganar promociones laborales y personales que jamás esperé, pero que hoy considero demasiado costosas para todos los involucrados: Horas de trabajo excesivo, desatención familiar, hogares disfuncionales, enfermedades mentales y físicas, aislamiento, odio entre parientes y amigos, etcétera.
Continuará...
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