Se me daban vuelta los ojos.
Los medicamentos, halopidol y otros inhibidores de la re captación de serotonina, hacían más fácil mitigar el síndrome del complejo de persecución que padecía.
Mi padre, sobreviviente de la segunda guerra mundial cuando escuchaba sobrevolar un avión, se escondía debajo de la mesa y yo también hacia lo mismo, y llorábamos juntos.
Allí estaba tu amiga Rosa conteniéndote, mientras tus ojos quedaban en blanco, por la ingesta de los antidepresivos, que te recetaron a la edad de 13 años.
Fue en la casa de Valentín Gómez 4627, donde se festejó tu cumpleaños número 15. Yo no fui.
Me sentía fea, despreciada, inútil, insulsa, poco agraciada.
Cuando nos encontramos en Buenos Aires a tus 19 años, vos te habías tomado un año sabático para decidir qué carrera estudiar.
Yo ya trabajaba en un despacho de abogados, ganando un sueldo mínimo. Eso no impidió que te sintieras en libertad de extender la mano y parar un taxi para ir a visitar a tus queridas amigas que vivían en un piso entero cerca de plaza Francia, lugar paquete de la ciudad, de Buenos Aires.
En esa mansión, había una biblioteca con vidrios y espejos que adore.
El padre de las chicas, tus amigas, medico, que en su juventud había atesorado dichos libros, ahora sentado en su silla de ruedas, me decía “que los revisara tranquila”, bien subida en la escalera móvil, mientras él me miraba desde abajo.
Así tome varios, mientras mi amiga Rosa conversaba con sus adineradas amigas cuyo balcón daba a la mismísima Plaza Francia.
Fue así que conseguí leer a Henry Miller, Cesar Pavese, Ítalo Calvino, Rimbaud, Baudelaire.
Intoxicada de placer salía del petit hotel que abarcaba un piso entero.
Eso me recuerda a la escritora Clarice Lispector, en su relato, “Felicidad Clandestina “, esa escritora brasileña, nordestina hija de un embajador, que murió muy joven debido a su adicción al tabaco.
No hay mejor amante que obtener placer mediante esa lectura clandestina, muy parecida al paraíso.
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